domingo, 28 de junio de 2015

ASALTO EN LA COMISARÍA DEL DISTRITO 13 (ASSAULT ON PRECINCT 13, 1976, JOHN CARPENTER)


El histórico conflicto entre árabes e israelíes por el control de los llamados Territorios Palestinos derivaba, en 1973, en una contundente respuesta de Siria y Egipto a esa constante hostilidad mutua entre ambos contendientes. El ataque conjunto de las dos naciones islámicas era lanzado el 6 de octubre de ese año, iniciándose la que fue llamada Guerra del Yom Kippur (en alusión a la festividad hebrea que se celebraba ese día). Tras varios intentos diplomáticos se resolvía la contienda. Pero el fin de los enfrentamientos armados iba a dejar paso a la utilización de la economía como arma de guerra. Algunos de los países árabes integrados en la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) –Arabia Saudita, Irán, Irak, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait y Catar– decidieron intervenir más de lo que hasta entonces lo hacían en la industria petrolífera, revelándose contra el control de la compañías norteamericanas y británicas que explotaban sus yacimientos. En ese contexto los citados miembros de la OPEP redujeron la producción, incrementaron los precios y limitaron la exportación hacia aquellos países que apoyaron a Israel en su guerra contra los árabes durante aquel octubre de 1973.

Con la generosa ayuda de la nueva coyuntura creada por el abandono del patrón dólar-oro en 1971 y la devaluación de la moneda americana, el descalabro para los principales países desarrollados fue descomunal, dándose por terminado un período de relativa prosperidad que venía desde el final de la Segunda Guerra Mundial, para volver a caer de nuevo en una depresión económica (inflación, desempleo, reducción de la actividad general) que se extenderá más allá del final de la década con motivo de esa recaída que supuso la llamada segunda crisis del petróleo, iniciada en 1979 tras el advenimiento del ayatolá Jomeini y la posterior Guerra Irán-Irak.

El cine se ha ocupado con denodado interés de las consecuencias sociales más vistosas derivadas de la depresión económica ocasionada por la primera crisis del petróleo, especialmente de la degradación urbana –arquitectónica, social y de servicios– sufrida en las grandes ciudades de los Estados Unidos (Nueva York, Los Ángeles,...); y ahí están para demostrarlo cintas como El justiciero de la ciudad (Death Wish, 1974, Michael Winner), Taxi Driver (Taxi Driver, 1976, Martin Scorsese) o las maravillosas Asalto en la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13, 1976, John Carpenter) y Los amos de la noche (The Warriors, 1978, Walter Hill).

Ese es el contexto elegido por John Carpenter para dar sustento a éste su segundo largometraje tras Dark Star [tv: Estrella oscura; vd: Dark Star (Aluniza como puedas); dvd: Dark Star, 1974]; en este caso un thriller muy especial en virtud de la inyección de fantasmagoría y el tributo a glorias pasadas (Howard Hawks para más señas...) al que su director se entrega con entusiasmo y reverencia; precisamente aquellos elementos de los que carecerá el insípido remake Asalto al distrito 13 (Assault on Precinct 13, 2005, Jean-François Richet), cuyos responsables parece no entendieron nada, siendo incapaces de aprehender la particular atmósfera que consigue Mr. Carpenter y la carga mítica de sus personajes –tanto en su composición como en sus chispeantes diálogos–, ambas cosas esenciales en su película y que trascienden la mera anécdota argumental; único lugar común al que accede la cinta de Richet, demostrando una absoluta miopía y una total falta de sensibilidad y mínima perspicacia en relación con el verdadero motivo del éxito crítico de la extraordinaria película que trataban de emular.

Es habitual que los cineastas comiencen su carrera quemando todas las naves, poniendo el alma en ese primer logro y definiendo en el mismo aquello que les gustaría les caracterizará en el futuro; no es el caso de Carpenter con su Dark Star, pues pese a su convergencia genérica –el fantástico– con lo que sería la práctica totalidad de su filmografía, quizás fue la en cierto modo autoría compartida con Dan O´Bannon la causante de diluir en demasía su responsabilidad sobre la cinta. Infinitamente más representativa del cine de su autor que su ópera prima, en cambio, Asalto en la comisaría del distrito 13 tiene absolutamente todo aquello que define a Carpenter como cineasta, significando por otro lado un salto evolutivo que le lleva desde los márgenes del underground hasta una compostura mucho más ortodoxa respecto a los cánones del cine americano plenamente integrado en la industria –afán que siempre dirigió los pasos de Carpenter durante su carrera y sincera directriz que no le ahorró, por otro lado, algunos sobresaltos–. Con todo no sin que se respire cierta falta de asentamiento en esos estándares anhelados, derivada de la lógica frescura propia de la inexperiencia, de la falta de presupuesto y, por qué no, de cierta torpeza –en el mejor y más cariñoso sentido de la expresión–, ésta arraigada en el interés por la imitación de unas influencias a las que Carpenter nunca iba a renunciar. Es más, influencias de las que se siente muy orgulloso –cosa que todos sus incondicionales siempre le agradeceremos– y que se concretan de forma muy particular en su pasión por el cine de Howard Hawks. «Así, los elementos que se hicieron recurrentes en la filmografía hawksiana (la existencia de un grupo humano heterogéneo, a menudo con una mujer fuerte y decidida incluida, pero siempre con el liderazgo asumido por un individuo de sólido carácter, hombre de acción, fuerte e inteligente, de alguna manera superior al resto de sus compañeros por rango, experiencia o carisma; la cohesión del colectivo frente a una aventura o amenaza externa; la profesionalidad: el hacer lo que se debe, no lo que se quiere; la sustitución del romanticismo por una especie de atracción ineludible y franca entre hombre y mujer; la particular forma de jovial e irónico flirteo entre ambos sexos; la existencia de un personaje más simpático que humorístico, desdramatizador; la importancia de la amistad y la lealtad; la camaradería masculina; los diálogos pretendidamente brillantes, frenéticos y cargados de ironía) son asimilados como marca de la casa por parte de la obra de Carpenter»[1]; y todo ello, sin excepción alguna, está incluido en Asalto en la comisaría del distrito 13, a lo que habría que añadir una partitura de su propia autoría potente y atmosférica como pocas, al igual que la recurrente fusión de géneros (en este caso el thriller y el habitual en su filmografía western encubierto, condimentada esa mixtura con un liviano pero decidido toque fantástico que define la película y finalmente termina identificándola en su singularidad) y el clasicismo formal tras el que Carpenter, como siempre, esconde su nulo interés por el protagonismo exhibicionista. El futuro que vendrá después de esta cinta sólo constatará que en su seno están concentradas todas las constantes temáticas, la querencia por un tono muy particular y las preocupaciones estilísticas y filosóficas que componen su autoría. Definitivamente dos cintas icónicas como Río Bravo (Rio Bravo, 1959, Howard Hawks) y La noche de los muertos vivientes (Night of the Livind Dead, 1968, George A. Romero) son las influencias temáticas y conceptuales más reconocibles en Asalto en la comisaría del distrito 13, constituyendo su presencia, a estos efectos, toda una declaración de intenciones respecto a lo que Carpenter significa como puente entre los últimos estertores del clasicismo americano y la revolucionaria reforma a partir de la cual debiera asumirse el inicio del cine fantástico moderno.

Una cabina de teléfonos –aislada e iluminada en el centro de un oscuro campo abierto– atrae el interés de todos los peligros que se encaminan hacia ella surgiendo de entre las sombras; las calles desiertas y desangeladas, arquitecturas ariscas que no se integran en un entorno sino que parecen sentirse oprimidas por el mismo; los fríos colores de una comisaría exenta de ornamento alguno en sus sucias paredes, cuya vejez parece esconder cientos de historias; la atmosférica y desvaída definición de la imagen, premonitoria de la pronta llegada de un mal sueño; ese aparcamiento casi mágico donde los vehículos utilizados como parapeto vuelven misteriosamente a su lugar, donde los cuerpos de los caídos desaparecen como por arte de magia; las sombras frenéticas e impersonales de los asaltantes moviéndose entre los arbustos; traicioneras balas que llegan sin avisar, disparadas desde armas con silenciador; la desesperación de unos patrulleros que avisados de tiroteos en la zona no encuentran rastro del mismo durante su ronda; la quietud de un pasillo en el sótano que, como El Álamo, servirá de último refugio donde zafarse de un acoso implacable, el sosiego que se transformará en un infierno; ventanas, puertas y trampillas de las que surgen incombustibles los acechantes maleantes, dotados de una insistencia y ubicuidad propia de las cucarachas o de las ratas: todos, paisajes desnudos y decorados minimalistas que el director registra con su cámara para obligar al espectador a poner toda su atención sobre los personajes, cuyo carisma diluye el fondo en que se mueven en una suerte de abstracción fantasmagórica, fruto de una decisión estilística meditada que determina el conjunto y lo eleva para siempre a los altares.

El fondo urbano que vemos tras el teniente Bishop (Austin Stoker), mientras éste recorre en coche el espacio que separa su casa de la comisaría en que prestará un servicio muy especial –un establecimiento a punto de ser abandonado por traslado–, es el de un suburbio típico de Los Ángeles una ciudad con enclaves estéticamente espantosos, por mucho glamour que inspire su mención–, con sus sencillas casas blancas de una planta donde (sobre)vive gente humilde, con porche y jardín trasero –en su caso, un lugar donde amontonar la chatarra más que un foro de recreo–, separadas unas de otras por polvorientos descampados invadidos por las malas hierbas, insertas en una hostil (falta de) planificación urbanística donde basta cruzar la puerta del hogar en dirección a la calle para encontrarse perdido en medio de la jungla más salvaje, a merced de las fieras.

¡Y qué personajes! Darwin Joston es el presidiario Napoleon Wilson, precursor de los Snake Plissken, R. J. MacReady, Jack Burton (los tres Kurt Russell), Jack Crow (James Woods) o James “Desolation” Williams (Ice Cube) que llenarían poco a poco de iconos toda la filmografía del director; cada uno de ellos con un matiz que les personaliza, pero al fin y al cabo variaciones de una misma tipología/mitología. Un Napoleon Wilson cuya historia pasada terminaremos por no conocer, pese a que todos los personajes con los que se cruza le manifiestan su curiosidad por el motivo de su apelativo, a quienes él siempre pide un cigarrillo como justa contraprestación; un globo sonda que lanza para testear la respuesta de aquel que tiene delante. Para Wilson, quien, como él mismo dice, ya había perdido todo su tiempo en el momento de nacer, la aventura en la que participa esa noche en el interior de la comisaría servirá como un viaje iniciático espiritual, que no físico, donde su desengaño con el género humano se tornará en sorpresa y esperanza, donde se sentirá admirado y valorado, incluso deseado; como muy bien delata su expresión cuando descubre en Bishop la posibilidad de haber encontrado un futuro y sincero amigo, así  como encuentra en Leigh (Laurie Zimmer) lo más cercano a una posible media naranja de lo que nunca intuyó en nadie. Por el lado de “los malos”, como no, destaca ese Frank Doubleday (luego el estremecedor Romero de 1997: rescate en Nueva York (Escape from New York, 1981), el glacial asesino de niñas protagonista de una escena muda que tiene (sólo un) poco que envidiar al sensacional inicio, también silente, de Río Bravo; personaje extremo y sobreactuado hasta lo grotesco al que un padre desesperado acabará quitando de en medio, pasando luego el destrozado progenitor a convertirse, como consecuencia de su justa venganza, en el Macguffin que encenderá la mecha de toda la trama. Una motivación –la reparación de la muerte de su hija– que el espectador conoce bien, pero que nunca el resto de personajes llegará a descubrir.

Pensando que el motivo del asedio pudiera parecer desproporcionado o ininteligible para el espectador, Carpenter rodó el prólogo de la película sólo para explicar de forma más razonable el extremo comportamiento de las bandas callejeras que asedian la comisaría del distrito nueve[2] –que no del trece, como sorprendentemente reza el título–. En dicho prólogo los miembros armados de un gang son emboscados sin contemplaciones por la policía en lo que no parece sino una ejecución donde se sustituye con el rostro de los agentes fuera de plano –la cámara solo registra las manos de los policías efectuando los disparos– a la clásica capucha del verdugo más canónico. Ese será el verdadero motivo que despierte el Cholo decretado por los delincuentes. Pero no todo es desesperación, también hay un espacio para la aventura antes del episodio final; y ese porte aventurero lo define perfectamente la secuencia que, una vez iniciado el ataque y ya con todos los defensores bien armados, Carpenter edita de forma frenética  –acreditado como John T. Chance, el mismo nombre del personaje al que da vida John Wayne en Río Bravo–, uniendo los planos de cada uno de los integrantes del grupo asediado, sonrientes y excitados, cargando sus armas y disparando sin tregua. Hasta que la munición se acaba, llegan las bajas –la selección natural hace aquí su presencia– y sólo queda acudir a la única y última posible jugada con la que tratar de hacer surgir el milagro. Y el milagro y la caballería llegan. El trance terminará bien para los supervivientes: dos héroes y una heroína que, como espectros, emergen desde la niebla tras una refriega final y definitiva, renovados, reforzados y orgullosos del trabajo bien hecho; ¿o será el despertar desde el fondo de una pesadilla?
            
Juan Andrés Pedrero Santos


(Originalmente publicado en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)


[1] PEDRERO SANTOS, Juan Andrés: John Carpenter. Un clásico americano. T&B Editores (Madrid, 2013); págs. 32-33.
[2] Al comienzo de la película, mientras el teniente Bishop conduce hasta la comisaría y habla con su capitán por radio, identifica el lugar como la comisaría del “precinct nine, division thirteen”; o sea distrito nueve, división trece.

martes, 16 de junio de 2015

"EL PERRO DE BASKERVILLES" (The Hound of the Baskervilles, 1959, Terence Fisher)


La conocida novela de Arthur Conan Doyle “The Hound of the Baskervilles” –la tercera de su producción literaria dedicada al de Baker Street, obviando los relatos, publicada originalmente por entregas entre 1901 y 1902–, traducido su título al castellano como “El perro de los Baskerville” o “El sabueso de los Baskerville” –nótese la sutil diferencia con el título en castellano de la adaptación de Terence Fisher, que parece referirse al aristocrático apellido como si de una localidad se tratara–, ha contado a lo largo de los años con numerosas versiones cinematográficas y televisivas ya desde los tiempos del cine mudo, procedentes además de las más variopintas nacionalidades (Unión Soviética, Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Italia, Alemania, Australia, Francia,...). De todas ellas, indubitadamente, la más conocida, por méritos propios, es esta que Fisher dirigió en 1959 para Hammer Films, cuando aun estaban recientes los éxitos de sus aportaciones a personajes como Drácula y el monstruo de Frankenstein, y que llega a extremos donde ni siquiera se asomó otra de las adaptaciones anteriores con mayor pedigrí, “El perro de los Baskerville” (The Hound of the Baskervilles, 1939, Sidney Lanfield), donde Basil Rathbone daba vida por primera vez al intrépido detective en lo que luego iba a convertirse en un largo ciclo dedicado al  personaje. Aun siendo, stricto sensu, una historia de cariz detectivesco –el protagonismo de Sherlock Holmes obliga–, “El perro de Baskerville” versión Fisher puede y debe ser integrada con todas las de la ley en el ciclo terrorífico que Hammer Films ofreció desde finales de los años cincuenta, inaugurado con “La maldición de Frankenstein” (The Curse of Frankenstein, 1957); ciclo con el que comparte momento de producción, atmósfera, constantes formales e incluso actores principales, por no decir, claro, que también equipo técnico.

Uno de los dúos protagonistas más eficaces de la historia del cine, como es el formado por Peter Cushing y Christopher Lee, quienes iban a quedar frente al público universalmente ligados a sus colaboraciones en el seno de la Hammer a partir de dar vida a iconos como Van Helsing y el doctor Frankenstein, el primero, y a Drácula, la momia y el monstruo de Frankenstein, el segundo, continuaban su emparejamiento en esta aventura holmesiana tan rica y sugerente por la gracia de Dios, o sea de Fisher. La estructura del guión de “El perro de Baskerville” mantiene la fórmula que las más afamadas muestras del ciclo de terror hammeriano habían compartido con éxito. Esto es, un prólogo contextualizador y climático, alejado en el tiempo del momento en que luego se desarrollará la trama principal, seguido de un impasse relajante tanto dramáticamente hablando como desde el punto de vista de que sirve para retratar el equilibrado contexto social, cultural y económico de unos personajes que no tardarán mucho en ver rota su confortable existencia. Se inicia después una sucesión de peripecias que, tras dar contenido a la mayor parte del metraje, dará paso a un clímax final, normalmente trepidante y liberador. Así sucede tanto en “La maldición de Frankenstein” como en “Drácula”, “La momia” o “La maldición del hombre lobo”, si mi memoria no me falla, aunque en el caso de “La maldición de Frankenstein” la historia comience por el final, siendo el prólogo una suerte de introducción a un gran flashback. Los ejemplos citados certifican con rotundidad la eficacia de esa estructura tan cercana a la clásica disposición de “presentación, desarrollo y desenlace” que tan ampliamente ha testado su conveniencia a lo largo de las décadas.

Pero no es ese el único formulismo que encontramos tanto en “El perro de Baskerville” como en el resto de sus compañeras de ciclo. Si podemos decir que Hammer Films funcionó durante aquella su época dorada como una verdadera factoría de hacer películas, en el sentido más industrial del término, es por que efectivamente, en muchos de los casos, se seguía un modelo, que adaptado convenientemente a la idiosincrasia de cada historia y a los personajes que la recorrían no dejaba nunca de mantener unas constantes recurrentes, a cuya relativa repetición casi nunca le dio la espalda el favor del público.  

El éxito, sin embargo, no iba a repetirse en esta incursión que Hammer hacía en el personaje creado por Conan Doyle, por lo que la continuidad que se pretendía –los diversos relatos y novelas con Holmes y Watson como protagonistas daban pie para ello– quedaba frustrada. Fisher, con independencia en este caso de la productora británica, sí aportaba posteriormente a su filmografía una nueva adaptación de la obra de Conan Doyle, “El collar de la muerte” (Sherlock Holmes und das Halsband des Todes, 1962), una coproducción entre Alemania, Francia e Italia donde precisamente iba a ser Christopher Lee quien diera vida al deductivo detective. Valga decir que Hammer, sobre todo por el apoyo de Fisher a dicha idea, también había valorado el que fuera Lee quien se hiciera con ese papel en “El perro de Baskerville”, pues pareciera que su físico y personalidad se adaptaba mejor al personaje que los de Cushing. El que la productora aun por aquel entonces no valorara lo suficiente la capacidad interpretativa de Lee y que Cushing luchara por llevarse el papel, como fiel seguidor de Holmes que era desde su infancia, fueron las circunstancias que se conjugaron para que finalmente nos regalara la magistral interpretación que conseguía. Un Sherlock Holmes el de Peter Cushing heredero de su previo Van Helsing, a quien el actor interpretó en “Drácula”, en la impetuosidad física, la determinación intelectual en la consecución de sus objetivos y cierta soberbia (tanto Van Helsing como Holmes pretenden que se sigan sus precisas e imperativas instrucciones al pie de la letra), no tanto en la gravedad del carácter del cazavampiros, que aquí se torna en aguda ironía.       

“El perro de Baskerville” comienza con un extrañamente tosco plano de acercamiento a una de las ventanas de la mansión de Sir Hugo Baskerville –la cámara, que no parece reposar de forma equilibrada sobre ningún trípode o estructura similar, ni disponer del buen pulso del operador, titubea en su enfoque–. A partir de ese punto conocemos la brutalidad y el sadismo con los que el aristócrata se entretiene; (des)gracias que aplauden sus amigotes y para las que se vale de sus súbditos, ya sean hombres o mujeres, como víctimas. La iluminación de esas escenas subraya el talante del noble británico –asimilando su figura directamente a la de un monstruo– sin necesidad de entrar en más detalles, e incluso dejando los efectos de sus abusos fuera de plano, con lo que acrecienta así la eficacia de lo narrado; tal cual luego seguirá haciendo Fisher, más avanzado el metraje, en alguna otra ocasión. La persecución a caballo por los páramos que hace Sir Hugo tras la joven huida, de la que pretendía abusar, termina, primero, con el asesinato de esta a manos de su perseguidor, acuchillada por una daga que tanto en su forma curvada como en el modo en que Hugo clava el arma en el cuerpo de la desdichada alcanza a constituirse en la cristalina metáfora de una violación en toda regla –la sexualidad en el cine de Fisher adquiere protagonismo casi siempre desde la evocación más que desde su exposición explícita–. Pero lo que parece ser un perro furioso –que intuimos desde un plano subjetivo– termina después con la vida del cruel asesino, iniciándose en ese instante la maldición que tendrán que sufrir los sucesores en el título de Sir Hugo. Este prólogo magistral, trepidante en su ritmo y expresivo en la caracterización de los hechos y sus protagonistas, ya fija los parámetros sobre los que se moverá el relato, más en términos de horror que de simple suspense, a lo que la fotografía en Technicolor de Jack Asher (operador de buena parte de los grandes títulos de la Hammer) –similar a la de las mejores películas del ciclo de terror de la productora–, la música de James Bernard que tanto evoca a la compuesta para su previo “Drácula” (Dracula, 1958) y la genuina atmósfera de pesadilla que envuelve las secuencias nocturnas dejarán paso a la presentación de Sherlock Holmes (Cushing) y el doctor Watson (André Morell) como aquellos que serán los principales protagonistas de la función.

Será el gusto por las emociones y la aventura lo que hará abandonar a los famosos detectives londinenses su confortable y aburguesada vida, para mezclarse en una serie de excitantes y peligrosas –aunque voluntarias– tribulaciones. Aunque no son nobles, Holmes y Watson representan a una burguesía británica –fruto de la industrialización del siglo XIX y del potencial económico adquirido por ese nuevo mundo económico– que sustituirá en parte o complementará en su representatividad dentro del statu quo a la auténtica aristocracia inglesa. Desde ese punto de vista, tanto unos como otros, apresados en la aparente seguridad de su bienestar y en la protección en la que se amparaba su posición social, demostrarían cierto gusto por el hedonismo y el lujo –recordemos el famoso “Hellfire Club”, que institucionalizó esa tendencia–; en definitiva, suspirarán por algo que traslade a sus vidas, de forma ficticia incluso, la inquietud y la problemática que sí sufrían o disfrutaban las clases menos pudientes. Ese poso que bien demostraba Sir Hugo con su brutal comportamiento, aunque dulcificado, sería una herencia que contaminará a la clasista sociedad británica según la retrata Fisher en la película. Incluso el mismísimo Holmes trata con displicencia e irrespetuosa exigencia al personal de servicio de Sir Henry Baskerville (Christopher Lee), sin siquiera haber tenido un contacto previo con el mayordomo y la ama de llaves que diera pie a tomarse esas confianzas. Sir Henry, por su parte, aunque aparentando respeto por sus vecinos pobres (Cecile y su padre, los Stapleton), esconde un interés sexual por la joven que delata en como se vale para conseguir su objetivo más en la superioridad que le aporta su elevado linaje que en lo que sería el sentimiento puesto en una futura posible relación entre iguales.

Así, las estancias victorianas en las que pasan sus momentos de asueto la pareja de detectives, bien protegidas del clima exterior, primorosamente decoradas e iluminadas, así como ambientadas con el olor del tabaco de pipa, dejan paso a los fríos y brumosos páramos, a las abadías en ruinas, reflejo decadente de tiempos más luminosos, donde peligrosos presos fugados, arenas movedizas y maldiciones ancestrales perturban el amparo y la comodidad de la posición de ambos en la urbe. Un cambio que para ellos es tan solo una aventura, a la que acceden con el fin de sacar de paseo, de tanto en cuanto, su adormecida adrenalina. Sin embargo, los habitantes autóctonos son mostrados como portadores de secretos (el ama de llaves esconde que el preso fugado es su hermano, Stapleton que es un descendiente bastardo de Sir Hugo), siniestros ellos (la mano palmeada de Stapleton le aporta cierto cariz diabólico), nada virtuosas ellas (Cecile se muestra entre insolente y provocadora con Sir Henry); eso sin hablar de las aviesas intenciones que padre e hija esconden y que serán finalmente reveladas. La diferencia de clases, tan británica como la propia Hammer, permanece como paisaje social en el fondo de todo el relato. Es más, la causa misma del drama que se expone en el mismo no es otra cosa que una especie de venganza de clase, ya sin un motivo real cuando es a los sucesores del tirano, inocentes por tanto, contra quienes se pretende atentar. Contradictorio es, además, que esa venganza de clase tenga como último objetivo el hacer valer, precisamente, la sangre aristocrática que Stapleton lleva en sus venas como descendiente ilegítimo del depravado Sir Hugo.

Quizás lo más sugerente, el traicionero páramo funciona como territorio simbólico y virtual, donde todo vale, como un lugar de encuentro donde se pierden las formas, donde priman los instintos, donde los odios y las pasiones campan a sus anchas, donde no ejerce su influencia la comodidad de la vida civilizada, donde todo y todos se muestran tal y como son, ausentes del maquillaje de la educación, la pertenencia a una clase social o la socialización ¿necesaria? para la ficticia vida en comunidad. Del mismo modo, alejado de ser una simple presencia ineludible en la intriga detectivesca propuesta por Conan Doyle en el original literario, el monstruoso sabueso responde en manos de Terence Fisher –como sucedía con su Drácula, con su doctor Frankenstein o con su hombre lobo– a una forma alegórica con la que expresar todo lo negativo que una sociedad y sus ciudadanos llevan en su interior, una especie de “MacGuffin” sobre el que hacer recaer el soporte de unas ideas no tan superficiales ni anecdóticas, sino tan de peso como muchas de aquellas que el mejor cine de Fisher –entre el que esta cinta se encuentra– se empeñó en repetir una y otra vez.  

Juan Andrés Pedrero Santos

Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE