miércoles, 20 de mayo de 2015

NOCTURNA, Festival internacional de cine fantástico de Madrid

La semana que viene (25-31 de mayo de 2015) los madrileños tenemos una cita ineludible.


viernes, 15 de mayo de 2015

"CALLES DE FUEGO" (STREETS OF FIRE, 1984, WALTER HILL)



Walter Hill es un cineasta que será recordado por el primer tercio de su carrera, sin duda ninguna el mejor con diferencia y el que recoge su íntegra personalidad como autor, luego en parte perdida; Driver (The Driver, 1978), Los amos de la noche (The Warriors, 1979), Límite: 48 horas (48 Hrs., 1982) y Calles de fuego (Streets of Fire, 1984) serán las películas que harán que pase a la historia, no otras. Como en los buenos westerns, rebosantes están todas ellas de mitología; en su caso es una mitología en régimen de adopción por la que navegan sus historias, inmersas en un mundo habitado por personajes estoicos, outsiders, antihéroes y villanos. Sus protagonistas son individuos con un pasado del que uno intuye no deben sentirse muy orgullosos y con un futuro que tampoco se presenta prometedor. Ante esto el presente es lo único que les queda, sometidos como están a duras pruebas de desenlaces inciertos, a las que se enfrentan con las armas que tienen, confiando en que lo que hacen y el modo en que lo hacen es el único y pertinente rumbo a seguir. Aunque en cierta manera sus vidas y sus quehaceres están más cerca de la marginalidad o de la ilegalidad que de lo que se supone es la norma, las decisiones que toman respecto al problema que  se les plantea tienen mucho que ver con una idea moral de la justicia, y sobre esas premisas definen su forma de actuar. En cierta medida sus tribulaciones también son viajes iniciáticos, pues sus aventuras conllevan un viaje interior que les ratifica en lo que ya son a la vez que les modela, tras el cual verán reconocidos unos méritos que hasta entonces les eran negados. Son personajes que viven historias donde las relaciones entre los distintos individuos se plantean como un enfrentamiento muy masculino –visto desde el tópico– a partir del que lograrán que se acerquen posturas, que se desvele la honorabilidad de cada cual y, por el camino, se resuelvan intrigas e indefiniciones personales que hasta ese momento no estaban del todo claras. Un viaje que, en definitiva, les hace crecer.

Aunque Walter Hill ha dirigido tres westerns reales, Forajidos de leyenda (The Long Riders, 1980), Gerónimo, una leyenda (Geronimo: An American Legend, 1993) y Wild Bill (Wild Bill, 1995), se le han dado mucho mejor los westerns falsos, aquellos en los que se asume la mitología genérica como norma de funcionamiento, pese a que se sitúen en un tiempo y en un lugar diferentes a los generalmente aceptados para el género. Hill, de ese modo, rechaza la naturalidad y opta por la pose –ciñéndonos específicamente a esa parte de su filmografía, la más interesante, anterior a su incomprensible incursión en la comedia con El gran despilfarro (Brewster´s Millions, 1985)–, a cuyos fueros volverá de una manera más descafeinada con sus últimas incursiones en el thriller de acción. Se trata de la misma pose que siempre ha alimentado al western –ya sea el clásico o su deriva mediterránea–, donde el tipo duro, como la mujer del césar, no sólo tiene que serlo sino también parecerlo, y es esa una actitud que debe trascender tanto de su forma de hablar como de su forma de moverse o de su indumentaria. Como en la vida real, la pose es un código, una forma de adelantar al espectador quien es, como es y a qué se dedica aquel a quien se está observando o que busca ser mirado; además de hacernos intuir cual deberá ser su comportamiento ante cada situación. El código es una forma de comunicación, puede que no exenta de cierta violencia expresiva, por llamarlo de alguna manera, pues se obliga al receptor del mensaje, aun sin que éste busque ese objetivo, a darse por enterado de aquello que se le quiere transmitir. De algún modo esa exteriorización forzada de la información que contiene la pose funciona como advertencia, pero también como una forma de exhibicionismo. Cualquiera de los pandilleros de los diversos gangs de Los amos de la noche utiliza su indumentaria para sentirse íntimamente integrado en un grupo, así como para definirse externamente como miembro del mismo y, a su vez, para diferenciarse de los componentes del resto de tribus urbanas. La misma dinámica hace suya la banda de violentos rockers llamada “Los bombarderos”, liderada por un icónico Raven Shaddock (Willem Dafoe), quienes cumplen su función dentro de este western convertidos en el equivalente a una tribu de indios renegados. La presentación precisamente de Raven y de sus compinches al comienzo de Calles de fuego es un buen ejemplo de cómo también la narrativa cinematográfica puede utilizar la afectación como un concepto que transmite información, rotunda y precisa pero de una forma sintética. Mientras la cantante Ellen Aim (Diane Lane) está dando un multitudinario concierto, la forma ceremonial en la que llegan los motoristas, sus pantalones y cazadoras de cuero negro, su entrada en el local, el contraste de sus siluetas petrificadas –a contraluz, entre el humo y las sombras– respecto a los brazos en alto dando palmadas del resto de enardecidos asistentes al espectáculo, transmiten con su puesta en escena una riada de información y, además, componen una preciosa idea visual.

Calles de fuego, que se debe interpretar como un western urbano –de esos que tanto gustaban a John Carpenter–, como se suele decir para diferenciarlo del western de toda la vida, no es tampoco un musical en sentido estricto, pues no abraza sus códigos en ningún modo, pero sí aprovecha su argumento con estrella del rock de por medio para que el público disfrute de unas muy buenas canciones y actuaciones que enriquecen la estupenda y trepidante aventura que es la película. Un argumento que, como su forma de expresarse, también tiene mucho de western. Si tenemos en cuenta el esquema que defiende María Dolores Clemente Fernández en su estudio académico “El héroe del western. América vista por sí misma” –Editorial Complutense (Madrid, 2009), pág. 87–, encontramos en muchas de las grandes muestras del género una estructura dividida en cuatro partes muy bien diferenciadas: «1) daño; 2) persecución de los agresores; 3) reparación; 4) castigo de los malvados», que Hill repite aquí como lo hizo antes en Los amos de la noche y en Límite: 48 horas –sus otros dos mejores westerns encubiertos–, y que en todos los casos funciona como un reloj y es la base del buen ritmo que las caracteriza. Como otros western posteriores a la etapa más clásica de ese particular género –definitivamente debemos asumir que Calles de fuego pertenece al mismo– tiene mucho de crepuscular. Todo en ella indica que retrata el fin de una época dentro de ese mundo atemporal y anónimo que representa, donde ha habido cambios, donde ha habido guerras de las que los soldados ya vuelven, empero sin saber muy bien hacia donde ir –Tom Cody y McCoy (Amy Madigan) eran antes soldados, ahora cuerpos errantes–, donde el aspecto de las calles delata una economía del bienestar que conoció mejores momentos, como muy bien dibuja todo el diseño de producción.

Enmarcada en un tiempo y en un lugar indeterminados, a medio camino entre un escenario de ciencia ficción y el de la sociedad americana de los años cincuenta, a la que ostensiblemente alude gran parte del vestuario, de los vehículos, del mobiliario urbano y demás, el guión –también escrito por Walter Hill– nos cuenta el rapto de Ellen Aim (Diane Lane), una estrella del Rock & Roll, por parte de una banda de motoristas, cuyo único fin es que su cabecilla, Raven (Willem Dafoe), se divierta con ella una o dos semanas. Una de las admiradoras de la cantante llama a su hermano, Tom Cody (Michael Paré), un antiguo novio de la secuestrada –el arquetipo de chico guapo, duro y rebelde que siempre anda metiéndose en líos– para que intente rescatarla. Éste acepta la misión sin saber muy bien si lo que le motiva de ello son los diez mil dólares que le pagará el actual novio y manager de su ex (Rick Moranis) o por el amor hacia con quien antaño mantuvo una relación tan pasional como tormentosa. La misión: introducirse en el territorio de “Los Bombarderos”, entrar en su guarida a tiros, liberar a Ellen y salir de allí lo antes y lo más entero posible; luego, a esperar acontecimientos, seguro que nada agradables. Todo se complica cuando los egos de machos de Tom y Raven se encuentran, chocan y convierten el asunto en un tema personal entre los dos.

No existen en Calles de fuego grandes mensajes, más bien no hay ninguno, incluso es previsible en su devenir, pero sí hay una recreación directa de la intensidad vital de sus personajes, de sus vivencias más epidérmicas e íntimas, que son las verdaderamente importantes; y, sobre todo, mucha simpatía. Como el “Snake” Plissken de Carpenter en 1997: rescate en Nueva York o el “hombre sin nombre” de Leone, nuestro Tom Cody (un nombre que evoca al cine del oeste por los cuatro costados) será muy consciente de su marginalidad social, pero también lo será de una superioridad moral que, más que hacerle libre –pues precisamente su comportamiento suele llevarle entre rejas más que a ningún otro sitio– son un síntoma de su verdadera libertad. Algunos hablarían de un tono “en clave de cómic” para definir la poca profundidad dramática de Calles de fuego, al igual que de su supuesto adocenamiento plástico, al corresponderse muchas de sus imágenes con lo que podía verse en aquel boom del videoclip de los años ochenta –década a la que pertenece la cinta–; yo quiero interpretarlo como una necesidad de ser una digna hija de su tiempo.

Y no les falta razón, en parte, a aquellos si tomamos su idea para definir la estética que la cinta hace suya: la de videoclip, cosa que efectivamente son cada una de las actuaciones musicales a las que asistimos durante el metraje, sin tener necesidad alguna de verse integradas en el conjunto de la película para su perfecta comprensión. Tanto las elegantes actuaciones de Ellen Aim como las más salvajes del garito sede de “Los Bombarderos” no defraudan desde un punto de vista musical y escénico. Además sirven para identificar dos mundos distintos. Por un lado están las populosas veladas que ofrece la cantante protagonista de mano de su manager, en una sala de conciertos donde el público venera a quien trata como a una diosa, poniéndose a sus pies. Sin embargo, las actuaciones del menos engalanado “Torchy´s” muestran una actitud muy distinta de la relación entre el público y sus artistas. Por un lado vemos al sudoroso cantante de piezas mucho más hard que las que interpreta Aim, eso sí, en un ambiente más primario y genuino que el que frecuenta aquella, mientras una sexy bailarina encandila a una parroquia llena de tupés y cueros negros por doquier, una audiencia cuya admiración por los seductores movimientos de la gogó va por un camino muy diferente al que siguen los espectadores de la solista interpretada por Diane Lane.

Aunque hay evidentes ecos a Centauros del desierto (The Searchers, 1956, John Ford) en lo argumental –la tribu del jefe Cicatriz, casi en un tono de cine de terror, raptaba a una niña matando a sus padres y convirtiendo el rescate de ésta en el hilo conductor del resto de la trama–, no recoge de ella el dramatismo personal e intransferible de muchas obras de Ford. Por el contrario, el dramatis personae sí recoge el testigo de otro westerniano de pro, como es Howard Hawks, con el que tiene en común la existencia de un grupo heterogéneo, una misión común, la jovialidad –más que humor– siempre presente, y un final en el que dos personajes muy diferentes y casi incompatibles en cierto modo –Tom Cody, todo un rompecorazones, y una McCoy que se presume lesbiana según muchas claves implícitas–, tras varias vicisitudes compartidas, se ven unidos a la búsqueda de nuevas aventuras y de un futuro no por incierto menos cargado de buenas vibraciones. Tal cual les sucedía a  Rick (Humphrey Bogart) y al capitán Renault (Claude Rains) en la secuencia final de Casablanca (Casablanca, 1942. Michael Curtiz); una evocación que ya utilizó John Carpenter varias veces, como en el caso de Vampiros de John Carpenter (John Carpenter´s Vampires, 1998) y Fantasmas de Marte de John Carpenter (John Carpenter´s Ghosts of Mars, 2001).

Juan Andrés Pedrero Santos

(Texto originalmente publicado en SCIFIWORLD MAGAZINE)