domingo, 20 de diciembre de 2015

"SEX, SADISM, SPAIN, AND CINEMA. THE SPANISH HORROR FILM"



“Sex, Sadism, Spain, and Cinema. The Spanish Horror Film”, publicado por la editorial americana Rowman & Littlefield, obviamente en inglés, tiene la virtud, sobrevenida por su singular origen, y por lo tanto totalmente involuntaria, de hablar desde la distancia de una muy concreta parcela del cine de terror: el cine español dedicado al género, integrado, sobre todo, en el período comprendido entre 1968 y 1977, aunque se extiende también a la producción previa y a la posterior a esas fechas, lo cual nos ofrece una muy especial perspectiva, la de alguien de fuera. El distanciamiento que inevitablemente eso provoca lo convierte en una muy buena forma de dar a conocer al lector foráneo un cine que, a pesar de su importancia internacional para públicos muy especializados, no deja de considerarse marginal desde un punto de vista generalista. Más aun cuando buena parte de la bibliografía cinematográfica del propio país al que pertenecen todas esas películas, nuestra España, las ha despreciado o, lo que es peor, ignorado por completo. Dos ejemplos sangrantes: el especialista José María Latorre, en su imprescindible “El cine fantástico”  (Dirigido Por, S.A., Barcelona, 1987), o el rancio J.M. Caparrós Lera, en su “Historia crítica del cine español (Desde 1897 hasta hoy)” (Editorial Ariel, S.A., Barcelona, 1999) ni siquiera citan alguna de las películas dedicadas al género en España en los libros relacionados de los que son autores, lo cual supone, pese a los méritos indiscutibles del libro de Latorre, cuanto menos, una total injusticia, si no una muy equivocada idea sobre el sentido y la responsabilidad de la labor crítica e historiográfica.

Fotograma de "La noche de Walpurgis"

También es cierto que el cine de terror español, especialmente en los últimos tiempos, siempre ha dado pie a defensas y ataques desaforados, sin (buen) criterio alguno, o en exceso apasionados, tanto en uno como en otro sentido, no siendo capaces sus exégetas y detractores de valorar en su justa medida ese objeto de estudio. Es por eso que debe ser muy bien recibida una aportación con un afán divulgativo tan serio y riguroso y, si se quiere decir así, académico, escrita por alguien que no pertenece a nuestra cultura, por mucho que la conozca de primera mano.

Su autor, Nicholas G. Schlegel, nacido en 1970 en la ciudad estadounidense de Royal Oak (Michigan), aunque criado en Detroit, pasó largos periodos de su infancia y juventud tanto en las Islas Canarias como en Madrid debido a los negocios familiares. Actualmente es profesor en la Wayne State University, de Michigan, donde enseña temas relacionados con el cine. Su estancia en España le enseño a amar a nuestro país y a su cine fantástico, ambas cosas desencadenantes del interés por esa parcela tan concreta de nuestro cinematografía, que culmina en el interesante volumen al que dedico estas líneas, fruto de una larga y profunda investigación para alguien que ni vive en España, ni tiene en ella sus raíces, ni tiene el acceso a su mundo cultural como lo pueda tener un escritor autóctono. Un trabajo que da una visión del fenómeno muy contextualizada en la historia sociocultural de la España que era contemporánea a cada una de las cintas sobre las que trata, y que no dudo en asegurar que pueda haberse convertido en un libro ya imprescindible para los lectores de habla inglesa que quieran interesarse por el tema.

Nicholas G. Schlegel
Las 207 páginas de este compacto y coquetón volumen en tapa dura, de tamaño muy manejable y agradables acabados, pueden parecer pocas para hablar de un período del cine español que tanto abarca, y de la que ya comienza a existir buena bibliografía en castellano. Sin embargo, a pesar de consumir la mayor parte de sus cartuchos en tratar todas esas cintas ineludibles que aquí algunos conocemos muy bien y que podemos imaginar cuales son sin hacer el esfuerzo de relacionarlas, Nicholas extiende su trabajo para conseguir una admirable concisión, concretando sobremanera en lo fundamental al mismo tiempo que da un repaso puntilloso, exhaustivo y muy bien documentado de lo que significó el cine objeto de su trabajo; todo sin perder el norte y sin acabar yéndose por  las ramas. Su enfoque es muy serio y neutro, donde la pasión –que me consta existe en el corazón del autor– es sustituida por la mejor de las disposiciones para servir de guía, portavoz y albacea de un cine que ama, sin permitirse el error de la ofuscación propia del incondicional.  
  
Se incluyen dos prólogos, uno de Jack Taylor, actor fetiche de nuestro cine en los años a los que más se dedica el libro, y otro del gran Carlos Aguilar, indiscutible número uno de la historiografía y la crítica de cine –sobre todo de género– en nuestro país. Tampoco debe olvidarse el aporte iconográfico –todo en blanco y negro pero de la mejor calidad– cedido por otro gran espada de la escritura cinematográfica en España, Javier G. Romero, cuyos ricos archivos de imágenes son bien conocidos. Para completar y complementar más aun todo lo anterior, el libro finaliza con apéndice final integrado por una interesante entrevista con el director Eugenio Martín –Pánico en el Transiberiano (1972)–, centrada especialmente en descubrir cómo era la industria del cine de género en España durante la época de la censura. El volumen se completa con una rigurosa relación de las cintas que nadie debe perderse para conocer el cine de terror español entre 1966 y 2014, una bibliografía selecta donde abundan los libros publicados fuera de España y un índice onomástico, complemento imprescindible que siempre ha de tener este tipo de libros para facilitar su lectura y uso.

Un ejemplo del interés que nuestro cine genera allá lejos de nuestras fronteras.

Juan Andrés Pedrero Santos                  

domingo, 6 de diciembre de 2015

"EL CINE NEGRO 2", de Víctor Arribas (Notorious Ediciones)





Decir que “El cine negro 2” (Notorious Ediciones, 2015) es un libro ilustrado va más allá de la simple alusión a la indiscutible calidad del aparato fotográfico con el que se salpican los textos de Víctor Arribas en este generoso volumen. Lo evidencia el muy visible trabajo de documentación con el que el autor ha querido complementar su acicalada redacción –la carrera como periodista de éxito de Víctor avala con creces ese quehacer–. Los textos nutren su consistencia con numerosas citas de otros especialistas en el género (destacando los imprescindibles Javier Coma y Noël Simsolo), así como se valen de potentes contextualizaciones para introducir cada una de las producciones comentadas, nada menos que sesenta, que amplían las otras tantas del previo “El cine negro” (Notorious Ediciones, 2010).

Dicho en el mejor sentido de la expresión, Arribas desprecia con su posicionamiento estilístico la actual tendencia de la crítica de cine en cuanto a los modos de acercarse al objeto de estudio. El periodista y escritor madrileño, por el contrario, siente fidelidad por una fórmula más clásica, tanto como las películas sobre las que escribe. En tal sentido, por inusual en estos tiempos que corren, las páginas que configuran esta segunda incursión en solitario de Arribas en la escritura sobre cine supone un soplo de aire fresco –valga el aparente contrasentido– como relevo que quiere ser de estilos ya proscritos para el tipo de escritura que practican las nuevas generaciones de críticos y comentaristas. Por la concepción más íntima de sus escritos, no obstante, Víctor parece sentirse más integrado en el colectivo de “escritores sobre cine” que en el de puros “críticos”, pues, con todo, las diferencias existen para quien las quiera comprender.

Cinco años han pasado ya desde que Víctor iniciara su particular homenaje al noir de sus entretelas –uno de los géneros más agradecidos de toda la historia del cine–, dando ahora continuidad a aquella rigurosa y acertada selección de películas que ofrecía en su primer volumen, respecto al cual éste adquiere la condición de secuela; y esperemos que se convierta en saga. Ya entonces bien podía decirse que eran todos los que estaban pero no estaban todos los que son. A solventar esa necesaria e incorregible carencia se entrega “El cine negro 2”, de nuevo de la mano de Notorious Ediciones y sus siempre cuidadas ediciones, que sirve además para ampliar la visión del género según Arribas, acompañada en el tiempo con una necesaria segunda edición de aquel primer libro, que bien merece volver a estar presente en las mesas de novedades, en su caso con un cambio de cara más acorde con el envoltorio de estos nuevos textos que ahora se presentan en un segundo volumen. Quizás se incluye ahora una selección de filmes que podría interpretarse como una segunda línea de defensa con la que acrecentar la percepción que tendrá el lector sobre la indudable pasión de Víctor por el género; pero no es del todo así, pues cintas como Tener y no tener (To Have and Have Not, 1945, Howard Hawks), Perversidad (Scarlet Street, 1945, Fritz Lang), Cayo largo (Key Largo, 1948, John Huston), Cara de ángel (Angel Face, 1953, Otto Preminger) o Mientras Nueva York duerme (While the City Sleeps, 1956, Fritz Lang) parecen títulos que pudiera pensarse debieron tener un lugar meritorio entre los incluidos en el primer volumen; pero se incluyen en éste, pues, como insinúa el propio autor en su introducción, la selección fue delicada y siempre injusta; el noir da para eso y para mucho más.

Ah¡ eso sí, todas las películas comentadas están estrictamente recluidas –nunca mejor dicho– entre los márgenes del cine clásico americano. Por dar ideas: Víctor, ¿qué tal un tercer volumen, en la misma línea, pero esta vez centrado en ese cine negro español de los años cincuenta tan desconocido, entre cuyas obras existen algunas que poco o nada tienen que envidiar a otras con pedigrí hollywoodiense? Ahí lo dejo..., como se suele decir.

Por poner pegas, en la edición se echa en falta la utilización de unos pies de foto que sirvan para contextualizar –aun mejor y más allá de la evidente relación con la película que se comenta en esas mismas páginas que ilustran– las escenas, actores, actrices o particularidades que emergen de imágenes de tanta calidad como las que ofrece este nuevo volumen editado por  Guillermo Balmori y Enrique Alegrete (responsables de Notorious). Tampoco se puede pedir mucho más, ya únicamente queda disfrutarlo

Juan Andrés Pedrero Santos.

jueves, 5 de noviembre de 2015

GARRAS HUMANAS (THE UNKNOWN, 1927, TOD BROWNING)



“Ya perdí mis brazos, y perdí tu amor. Me quiero morir”[1]

Cuando Tod Browning aun no había realizado las películas que le harían merecer la distinción de encontrarse entre los cineastas siempre citados cuando se habla de los referentes del cine fantástico –hablo de la desaparecida La casa del horror (London After Midnight, 1927), de Drácula (Dracula, 1931), de La parada de los monstruos (Freaks, 1932), de La marca del vampiro (Mark of the Vampire, 1935) o de Muñecos infernales (The Devil Doll, 1936), hallándose entre ellas lo más divulgado de su filmografía–, con la previa Garras humanas (The Unknown, 1927) lograba ya la que es considerada por muchos –entre los que me incluyo– una de sus películas más perfectas, a la vez que más representativas. En ella están todas esas constantes temáticas que le hacen obtener la calificación de autor, todas sus obsesiones, alejadas de cualquier contexto cultural, social, económico o político, sin embargo centradas fundamentalmente en preocupaciones, fijaciones o angustias de carácter más íntimo y primario, representativas de una psicología compleja y posiblemente torturada, o al menos así lo refleja en sus personajes: la tensión sexual, el rechazo amoroso, la belleza enfrentada a la fealdad, la deformidad, el circo, los trucos, el engaño, la venganza, el estigma del diferente, el destino trágico,... En el caso que supone Garras humanas, ésta no se puede adscribir en sentido estricto entre los márgenes del cine fantástico, pues en su literalidad es más un melodrama que otra cosa. Sin embargo, la truculencia psicológica y la morbosidad latentes en todo su contenido, la profundidad de su capacidad de sugerencia y la singular presencia de Lon Chaney (1883-1930), que ya por sí sola añade unas connotaciones que cualquier otro intérprete sería incapaz de igualar, hacen que todos la tengamos muy en cuenta a la hora de pensar en el género.

Enmarcada en un viejo Madrid, que se sobrentiende como un entorno europeo lo suficientemente exótico y pintoresco como para constituirse en el escenario adecuado de un relato tan siniestro, se nos presenta la trágica historia de amor no correspondido entre Alonzo (Lon Chaney) –un hombre aparentemente sin brazos, capaz de disparar un rifle, lanzar cuchillos, manejar un cigarrillo o beber una copa de vino exclusivamente asistido por sus pies– y su amada Nanon (una jovencísima Joan Crawford) –la bella hija del propietario del circo de gitanos donde ambos trabajan–. Nanon se siente en cambio atraída por el forzudo Malabar (Norman Kerry), que la pretende a su vez. Sin embargo, la relación entre ambos parece imposible: Nanon sufre un rechazo patológico a ser tocada por las manos de cualquier hombre, con cuyo contacto devienen inmediatamente el más puro terror en su rostro y la crispación en su figura. Alonzo, manipulador de esa circunstancia, promoverá los encuentros entre Nanon y Malabar precisamente para que se haga patente ese rechazo, ante el que él mismo se siente a salvo, dada su carencia de brazos, que le convierte en la pareja perfecta para la chica. Pero esa carencia es sólo fingida; Alonzo esconde sus brazos bajo su camisa, forzados en su escondite por un corsé bien apretado; estratagema que le sirve tanto para ocultar la peculiaridad de tener dos pulgares en una de las manos, detalle que le delataría como autor de algunos robos perpetrados en otras ciudades por donde antes pasó el circo, además de hacerle aparecer como sospechoso número uno del estrangulamiento del padre de Nanon, como para tener un motivo que avale un acercamiento con garantías hacia su amada. Alonzo, conocidos los riesgos de revelar su secreto ante Nanon y ante la justicia, opta por hacerse extirpar los miembros superiores en un acto de iluminada desesperación amorosa, cosa que le dejará el camino expedito para poner toda la carne en el asador en su intento de conseguir una relación duradera con su deseada Nanon. Pero la fatalidad se cebará en Alonzo cuando, mientras se encuentra ingresado en una fría y desangelada habitación de hospital, recuperándose de la antinatural operación quirúrgica que se le ha practicado, Nanon ve desaparecer de la noche a la mañana todas sus fobias relacionadas con el contacto masculino. En esas, Nanon y Malabar se prometen en matrimonio, pero querrán esperar a la vuelta de su estimado amigo común Alonzo para que éste les acompañe en el feliz acontecimiento del desposorio. Alonzo finalmente regresa, por supuesto sin revelar el motivo de su ausencia de varias semanas, y recibe la impactante noticia, que tiene en él un efecto cercano al enloquecimiento. El personaje interpretado por Chaney, despechado, verá en el nuevo número de circo ideado por Malabar una forma de venganza y consuelo. El espectáculo que ha puesto en marcha Malabar consiste en atar cada uno de sus brazos a un caballo diferente, cada cual puesto en movimiento en sentido contrario al otro. Cualquiera esperaría como resultado el que la fuerza de los equinos desmembrara sin excesivo esfuerzo al artista circense; pero el truco consiste en que los caballos corren sobre ocultas cintas en movimiento que les permiten galopar sin que realmente exista desplazamiento, aparentando que es la fuerza de Malabar quien les frena. Una palanca que desactiva las cintas, convenientemente manipulada, podría hacer que toda la fuerza de los animales repercutiera directamente sobre los brazos de Malabar, con las consecuencias imaginables. Ese será el plan que dispone Alonzo con el fin de dar cumplimiento a su venganza. Iniciada la ejecución de la vendetta, cuando Malabar ya está a punto de desfallecer y de ceder ante las fuerzas contrapuestas que tratan de destrozarle por culpa de Alonzo, Nanon se sitúa bajo los cascos de uno de los encabritados caballos, tratando de frenarlo para salvar al que será su esposo. El evidente riesgo de esa acción que Alonzo presiente para su amada, con ánimo de protegerla, hace que la sustituya a los pies del animal, que en esa oportunidad sí descarga toda la potencia de los cascos sobre el pecho del resentido personaje, lo que le provoca la muerte.

Sin duda estamos ante una de las grandes joyas de la filmografía de Browning, equilibrada, compacta, compleja en cuanto a su riqueza intrínseca, sencilla en cuanto a la forma de su discurso, coherente y sugerente, sin apenas reparos posibles en cuanto a su estructura, su puesta en escena, sus interpretaciones o la claridad, atemporalidad y universalidad de sus propuestas. Por un lado el peculiar rostro de Lon Chaney, potenciado por su interpretación, compone un personaje cuya falsa discapacidad esconde una real invalidez psicológica y una impotencia sexual de facto, arrebatado como está por culpa de un deseo sexual que anda maquillado como amor romántico. Ese deseo, reprimido en su exteriorización e insatisfecho en relación a los resultados pretendidos, es dibujado por Browning a través de la simbólica castración (autocastración en este caso) que supone la supuesta falta de brazos; más aun cuando todo el apoyo que recibe lo tiene en la figura de un enano (John George), igualmente de aspecto desagradable y de nombre “Cojo”. Apelativo que ningún significado tendrá en inglés, pero sí dice mucho en lengua castellana –no olvidemos que el contexto es el de un circo madrileño, aunque el idioma castellano debe entenderse aquí como algo más que una referencia obligada–. El papel de Cojo en toda la trama podría compararse con el de aquel Pepito Grillo disneyano, que en su caso parece tener la función de soplarle al oído a Alonzo las soluciones y advertencias que entiende más oportunas, como representante que es de su atrofiada cognición, un alter ego en toda regla, pese a que incluso recibe amenazas de su señor ante el hecho de ser el único que conoce todos sus secretos y anhelos, lo que representa una lucha interna en la conciencia de Alonzo. Sirva indicar que Cojo es un personaje que parece sólo relacionarse con Alonzo, en algún pasaje compartiendo incluso vestimenta (capa y sombrero), lo que le da la condición de doble, aunque en miniatura, casi invisible para el resto de personajes; algo que debe caracterizarlo como una figura un tanto irreal, quizás únicamente existente en la mente del lanzador de cuchillos; un reflejo de sí mismo que materializa en su menor tamaño un complejo de inferioridad. Si añadimos a esto la presencia del doble pulgar de Alonzo, cuya exposición podemos achacar tanto a una alegórica y siniestra disfunción psicológica como a un simbolismo fálico extremo –por la vía del número más que del tamaño–, capaz de representar la desmedida pasión latente en el personaje, el retrato del torturado protagonista queda así completado. La anécdota del doble pulgar, aparte de lo anterior y de introducir la necesaria anormalidad presente en muchas de las cintas de Browning, también es utilizada como un mecanismo añadido a la intriga, como un elemento cuyo conocimiento por el resto de personajes pudiera señalar a Alonzo –como ya he dicho– como el responsable de los robos perpetrados previamente, de los que ningún detalle conocemos y cuya mención parece sólo servir para apoyar la necesidad en la trama de ocultar esa deformidad; cuya existencia, creo, pretende vincularse más a una sexualidad disfuncional que a la posibilidad del descubrimiento del autor de esos crímenes pasados.

No menos complejo es el personaje interpretado por Joan Crawford, la Nanon supuesto amor platónico de Alonzo. Su fobia al contacto físico con los hombres se configura como la representación metafórica de una represión sexual que lucha contra el instinto más primario que pueda existir en cualquier animal, racional o no: la práctica del sexo, ya sea con un fin reproductivo o por puro placer. El dueño del circo –a quien Alonzo asesina poco después de que aquel reprobara el interés por su hija y además descubriera el secreto de su falsa discapacidad– pudiera interpretarse a su vez como un representante de la base social y cultural que fomenta esa represión, tal cual la figura del pater familias es el principal estandarte de la institución familiar, columna vertebral de esa institución para toda sociedad que se pretenda ordenada, civilizada y sostenible en el tiempo, o –como el valor en el ya fenecido servicio militar obligatorio– esa es la virtud que se le supone. Poco después de desaparecer el padre, sin otro motivo que lo justifique, Nanon ve desaparecer la fobia que la atormentaba e impedía avanzar en su relación con Malabar; este último, sin embargo, un personaje de una pieza, sin complejidad alguna, una mera excusa al servicio de la presentación y desarrollo de los atribulados personajes que son Nanon y Alonzo. Esta lectura viene acompañada de otra más directa: el que la animadversión de Nanon hacia el contacto físico masculino se deba a un posible abuso sexual recibido de su padre; “muerto el perro se acabó la rabia”.   

La tensión sexual que se vincula a estos dos protagonistas principales –que no entre ellos, al menos en ambas direcciones– es tremenda, por mucho que algunas lágrimas de Alonzo quieran revestir sus sentimientos de un aparente casto romanticismo. El fondo de la relación entre los dos ya se define simbólicamente en la escena inicial, cuando vemos como Alonzo dispara un rifle sobre una sensual Nanon como parte del espectáculo, retirándole el vestido poco a poco gracias a su buena puntería –dispara con los pies, sujetando el arma entre sus piernas–, para, una vez escasa de ropa, pasar a lanzarle sus cuchillos –¿otro símbolo fálico?–, que, claro, se limitan a rodear la figura de la muchacha sin herirla/ violentarla/  penetrarla. Valga decir que la entrega y concentración de Chaney al servicio de su actuación era total –se dice que permanecía con el corsé oprimiendo sus brazos durante los descansos del rodaje porque pensaba que ese dolor le ayudaba en su interpretación–, pero no tanto como para adquirir tal manejo de los pies que demuestra en algunas escenas, donde era doblado por Peter Dismuki, alguien que había nacido sin brazos y por ello había desarrollado tales destrezas.

La fatalidad de un destino inaplazable e inapelable, muy en la línea de como sería tratado ese elemento por Fritz Lang a lo largo de su extraordinaria filmografía, no tendrá ninguna piedad con Alonzo, cuyo amor por Nanon será a todas luces imposible; siendo su desesperada y alienante búsqueda por parte de Alonzo la causante directa de todas sus desdichas. Los amantes de buscar tres pies al gato podrían decir que todo el argumento está inmerso en el mayor de los ideales reaccionarios, donde debe primar la normalidad y el orden, siendo castigada cualquier salida de tono, diferencia o anormalidad, que siempre será entendida como monstruosa y reprimida como merece. Por el contrario, será la virtud, representada por la belleza femenina y la fortaleza masculina, ideales clásicos donde los haya, quien merecerá toda expectativa de felicidad y futuro prometedor. Tornas que iban a verse alteradas drásticamente en la sin par y posterior La parada de los monstruos en una evidente operación de desenmascaramiento de tan conservadoras creencias.   

     
Juan Andrés Pedrero Santos
(Originalmente publicado en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE



[1] Fragmento de la letra de la canción “Garras humanas” de la Orquesta Mondragón.

martes, 6 de octubre de 2015

CINE FANTÁSTICO Y DE TERROR ESPAÑOL, primer volumen

Ya está en las librerias una fantástica (nunca mejor dicho) primera parte de esta antología en 2 volúmenes en la que he participado junto a un montón de colegas y amigos. Un trabajo muy importante el de todos que estimo de referencia.



viernes, 28 de agosto de 2015

MISS MUERTE (1965, Jesús Franco).


Situada justo en la mitad de la primera etapa profesional del ínclito Jesús Franco, la cual podemos acotar entre 1959 y 1970, la coproducción hispano-francesa Miss muerte (Dans les griffes du maniaque, 1965), poseedora de un nivel de depuración formal no ajena al mantenimiento y reafirmación del estilo del cineasta –valga indicar que estilo a veces no es sinónimo de virtud–, tiene todo aquello que atesoran sus mejores películas y, por fortuna, anda escasa de casi todo lo que convierte en infumable buena parte de su filmografía; se trata de un cineasta sobrevalorado por algunos sectores de aficionados, más propensos a poner el ojo en actitudes y aptitudes ajenas al hecho propiamente cinematográfico. Algo que, por otro lado, el mismo director se ha encargado de fomentar realizando bodrios increíbles, no se sabe bien con qué interés –hay ciertas cosas que no disculpa un presupuesto paupérrimo–, si bien debe entenderse como un estigma muy vinculado a su particular carácter, a la intención última de su cine y a sus prioridades vitales, cuando sobradamente ha demostrado que tiene talento y es muy capaz de hacer películas interesantes y formalmente impecables. El número de filmes dirigidos por Franco está en torno a los doscientos, unos cincuenta más que John Ford; pero, me temo que Jesús Franco no es John Ford. Ante esto, el conocimiento exhaustivo de su filmografía se convierte en una tarea ardua y con toda seguridad penosa. Tal abundancia, por otro lado, supone que el puntual conocimiento de sus cintas más renombradas, para bien o para mal, autoriza, con un nivel de criterio entiendo que suficiente, para emitir un juicio extrapolable al todo sin mucho margen de error, a la vez que orienta en relación a la aprehensión de su evolución (o más bien involución) profesional y a la asimilación de las claves de tan larguísima e inagotable carrera cinematográfica.

Miss muerte se sitúa, pues, a medio camino entre la singular Gritos en la noche (L´horrible dr. Orloff, 1961) –que a ojos de casi todos inaugura el género de terror en nuestro país, pese a su evidente condición de thriller– y la elegante, abstracta, todavía valiosa y a solo un paso del disparate Las vampiras (Vampiros lesbos, 1970), todo un monumento a su musa Soledad Miranda. Sería poco después cuando Franco daba ese paso temerario y definitivo que le faltaba aun para saltar hacia el abismo; cosa que –según se intuye– tanto parecía desear, como parte del anhelo personal de manifestar su libertad a toda costa y de su interés innato por la provocación. Ese salto al vacío, y sin red, se materializa en la increíble y descacharrante –hay que verla para creerla– Drácula contra Frankenstein (Dracula prisonnier de Frankenstein, 1971) –primera película que recuerdo con claridad, y no poco estupor, haber visto en una sala de cine a mis tan solo cinco o seis años de edad–, para, seguidamente, estrellarse con resultado fatal gracias a la abominable La maldición de Frankenstein (Les expériences érotiques de Frankenstein, 1971), cuyo título en francés, más arriesgado que el español, hace ya temer lo peor de lo peor. A partir de ahí el despelote –nunca mejor dicho– fue total.

La relación autor-espectador entre Franco y un servidor detenta igualmente otro hito en la historia de mi personal cinefilia, por supuesto no tan importante como aquel bautismo previo, y, además, infrecuentemente repetido en mi caso. Es entonces sobre uno de sus filmes donde recae el dudoso honor de ser el primero que consiguió hacerme abandonar prematuramente una sala de cine –antes de terminar la proyección, se entiende–, algo que únicamente he vuelto a experimentar un par de veces más en mi ya relativamente larga existencia, si la memoria no me falla. La película capaz de tamaña afrenta a mi incombustible y precoz afición fue, creo, El tesoro de la diosa blanca (Les diamants du Kilimanjaro, 1983), evento que debo reconocer basa su recuerdo en una mixtura, no del todo sostenible en cuanto a su certeza, entre la remenbranza neblinosa de un hecho pasado y la intuición positiva respecto a la realidad de tal acontecimiento. La autoría que ostenta su filmografía, algo incuestionable, atesora en cualquier caso una frecuente y extraña poesía –no se me ocurre otro modo de denominarla, muy a mi pesar–, para nada incompatible con la cualidad de producto infecto de muchas de sus propuestas. No es el caso de Miss muerte, entre lo mejor de su autor.

De bastante parecido argumental –en sus líneas básicas– con Gritos en la noche, donde el motivo de los crímenes del doctor Orloff (Howard Vernon) era abastecerse de piel de jóvenes muchachas con el fin de practicar implantes en el desfigurado rostro de su hija –lo que ya era una referencia directa a Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1960, Georges Franju)–, aquí, por el contrario, cambia el género del personaje protagonista. Algo que ya de entrada la convierte en una película de mirada muy femenina. La argentina Mabel Karr interpreta a Irma Zimmer, hija del doctor Zimmer –quien evoca a otros mad doctors previos, como Strangelove, Mabuse o el Dr. Frankenstein–, que tras ver fallecer a su padre, incapaz de soportar éste la mofa y la humillación recibida de manos de sus colegas en un congreso científico, promete a su progenitor continuar fielmente con sus experimentos. Estos, entregados a localizar el lugar del cerebro que controla el bien y el mal, una vez ya había sido obtenido cierto éxito con animales, acababan de inaugurar las pruebas con humanos. Un sádico condenado a muerte que logra escapar de un penal cercano al hogar del invalido científico –se mueve en una silla de ruedas–, donde tiene la mala fortuna de recalar, será su primer conejillo de indias. La trama, a partir de ahí, seguirá los crímenes perpetrados por Irma con el fin de continuar la serie de experimentos, no sin que se crucen por el camino tensiones sexuales tanto de signo heterosexual como lésbico y, por supuesto, un sentimiento de venganza que le llevará a asesinar a las tres eminencias científicas que comandaron la crítica hacia el trabajo de su padre.

Algo en lo que siempre destacó Franco, al menos antes de su dedicación casi exclusiva al cine erótico y pornográfico –faceta sobre la que no puedo opinar por mi total desconocimiento; qué le vamos a hacer, uno es así de estrecho–, fue en la elección de sus actrices, algunas de las cuales sobresalían por su elegancia aparentemente natural, su sofisticada belleza y, como no, por su capacidad de transmitir un morbo muy especial. En esa liga juegan la ya citada Mabel Karr y Estella Blain; sobre todo la segunda, que por su papel como artista de cabaret cuenta con más opciones para exhibir sus encantos; en esa misma línea Franco trabajó con Diana Lorys y, especialmente, con la recordada Soledad Miranda. Otro tipo de mujer, algo más excesiva, también fue siempre requerida por el cineasta; en su caso más sexual que sensual, de rasgos más duros y con otro tipo de atractivo, como fueron Rosanna Yanni, Kali Hansa, Britt Nichols, Maria Röhm, Rosalba Neri o Janine Reynaud; a estas y a las anteriores sentándoles muy bien los looks de los años sesenta y setenta.

Miss muerte cuenta con ideas y momentos muy sugerentes que enriquecen una trama poco original, cuyo interés reside, sobre todo, en el apartado plástico, dotado como está de bellos y trabajados encuadres que reflejan un esforzado trabajo de planificación e iluminación –Alejandro Ulloa es su director de fotografía–, sin olvidar la segunda lectura del quehacer de algún personaje. Destaca, desde este último punto de vista, la encubierta presencia del elemento lésbico focalizado en el personaje de Irma –tan recurrente luego en el cine más desenfadado de Franco–. Tras la muerte de su padre, Irma acompaña a su amigo Philippe (Fernando Montes) a un cabaret donde distraer su pena. Allí contemplarán la sensual actuación de Nadia (Estella Blain), quien vestida con una ajustada malla decorada con motivos arácnidos, a juego con el escenario, practica un baile de seducción hacia la figura de un maniquí, un hombre objeto en toda regla. Durante el espectáculo, la mirada de Irma es sorprendida en su expresión con algo parecido al deseo, y no hacia su compañero de mesa, sino hacia la bailarina a la que luego tratará de dominar. Al término de la velada, Philippe acompañará a Irma hasta su apartamento, a la puerta del cual él intentará un beso furtivo que Irma, algo airada, sortea ladeando la cara ligeramente. Cuando aun Philippe no ha abandonado el rellano, Irma entreabre la puerta de su domicilio para vislumbrar entre las sombras la presencia de la solitaria silla de ruedas de su padre. Esa visión le hace recular, volverse hacia Philippe e invitarle a pasar al interior, donde suponemos pasa lo que tiene que pasar. Ese comportamiento, aparte de expresar el lógico y doloroso recuerdo de su padre recientemente fallecido, quizás simboliza igualmente ese sentimiento lésbico que Irma se esfuerza en reprimir, y por lo tanto asimilable a una suerte de castración que bien pudiera venir representada por la presencia de la silla de ruedas como símbolo inequívoco. Más adelante, cuando recoge a una bella autoestopista, parece mediar cierta atracción entre ambas, sobre todo cuando deciden bañarse juntas en un lago que encuentran a su paso. El argumento lleva a Irma a asesinar a la chica atropellándola, para luego introducir el cadáver en el coche, prenderle fuego y tirar el vehículo al lago, todo con objeto de aparentar su propia muerte, desapareciendo de ese modo de cara a terceros y disponiendo así de mayor impunidad para continuar con los experimentos que inició su padre. La lógica del incidente no impide que, yendo un poco más allá, podamos también interpretar la escena como otra acción represora de su propia sexualidad, a la que castiga eliminando a quien en ese momento es su objeto de deseo. Más insistencia se debe hacer en afirmar esa presencia velada de la homosexualidad femenina cuando presenciamos como Irma inmoviliza a las chicas que caen en sus redes con una especie de robot (aunque consista en tan solo dos largos brazos metálicos y articulados, cuyo acabado pulp canta a plástico una barbaridad, aun más risible que aquellos que surtían al cine americano de ciencia ficción de los años cincuenta), situando a sus víctimas de espaldas a ella, dispuestas para una sodomización virtual que Irma ejecuta al introducirles con parsimonia una especie de estilete en la nuca, a través del cual será conducida la corriente eléctrica que las postrará a sus pies; toda una penetración en clave metafórica. La relación entre Irma (Karr) y Nadia (Blain) tiene otro momento no exento de chufla –adelanto también de otro de los talentos más característicos de Franco en el conjunto de su filmografía– cuando la vengativa científica se vale de una silla y de un palo para acorralar a una Nadia rugiente y de afiladas uñas, tal cual la imagen canónica de domador y fiera respectivamente.

Aunque no debiera dársele mayor importancia, no es oro todo lo que reluce. La ya mentada excelencia formal conseguida por Franco en Miss muerte –rayana con la sofisticación–, deja, sin embargo, huecos donde intuir que la querencia por la chapuza, a la que luego dedicó parte de su carrera, no fue un cambio sorpresivo de tendencia, sino la liberación de un vicio que ya existía, acaso latente. Estoy hablando de la utilización de sonidos enlatados, repetidos de forma impúdica unos (los truenos durante la escena de la fuga del penal) y demostrando un desprecio por el detalle otros (se utiliza el aullido de un lobo para ilustrar la imagen de un zorro y el chillido de un chimpancé para hacer lo propio con un babuino en el laboratorio de Zimmer); detalles (o falta de ellos) que para nada tienen que ver con la escasez de medios, sino con la falta de interés por la verosimilitud y la complacencia con el destajismo que practicaría luego el tío Jess sin ambages y no tardando mucho.       

                                                                                                         Juan Andrés Pedrero Santos

(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)


martes, 28 de julio de 2015

EN SEPTIEMBRE: "CINE FANTÁSTICO Y DE TERROR ESPAÑOL"

A partir de septiembre verá la luz el primer volumen de un librito que hemos escrito entre unos cuantos amigos, compañeros y apasionados por el cine fantástico. Del texto de la contraportada: "El libro que el lector sostiene entre sus manos pretende dar cuenta de las particularidades concretas de una amplia selección de largometrajes pertenecientes al cine fantástico y de terror español con el objeto de reflejar las tensiones y contradicciones presentes en el seno de una producción de capital importancia para la industria fílmica española y el legado cultural de nuestro país. Al mismo tiempo, se aspira a dilucidar cuáles han sido las aportaciones de la cinematografía española al imaginario y la poética fantástica universal. Para ello, más de cuarenta autores examinan más de trescientos cincuenta títulos representativos de nuestro cine fantástico y de terror de manera individual, ubicando cada obra en su contexto histórico y pronunciándose sobre su valor artístico. Este volumen inicial abarca desde 1912 a 1983, fecha de irrupción de la conocida como “Ley Miró”. El segundo volumen comenzará a partir de 1984 y finalizará en 2015." Autores: José Abad, Manuel Aguilar, Roberto Alcover Oti, Ramón Alfonso, Gerard Alonso i Cassadó, Daniel Ausente, Carlos Benítez Serrano, Óscar Brox, Gerard Casau, Juan Manuel Corral, Carlos A. Cuéllar Alejandro, Carlos Díaz Maroto, José Ángel de Dios, Albert Galera, Roberto García-Ochoa Peces, Sergi Grau, Pablo Herranz, Rubén Higueras Flores, Montserrat Hormigos Vaquero, Diego L., Ramón Monedero, José Francisco Montero, Carlos Morcillo Mira, Marco Antonio Núñez Cantos, Rubén Pajarón Pereira, David G. Panadero, Israel Paredes Badía, Pilar Pedraza, Luis Pérez Ochando, Juan Andrés Pedrero Santos, David Pizarro, Javier Pulido, Hilario J. Rodríguez, Javier G. Romero, Montse Rovira Centellas, Ángel Sala, Diego Salgado, José Luis Salvador Estébenez, Adrián Sánchez, Jordi Sánchez-Navarro, Rubén Sánchez-Trigos, José Manuel Serrano Cueto, Carlos Tejeda, John Tones, Javier G. Trigales, Joaquín Vallet Rodrigo. (Texto de Rubén Higueras).

domingo, 28 de junio de 2015

ASALTO EN LA COMISARÍA DEL DISTRITO 13 (ASSAULT ON PRECINCT 13, 1976, JOHN CARPENTER)


El histórico conflicto entre árabes e israelíes por el control de los llamados Territorios Palestinos derivaba, en 1973, en una contundente respuesta de Siria y Egipto a esa constante hostilidad mutua entre ambos contendientes. El ataque conjunto de las dos naciones islámicas era lanzado el 6 de octubre de ese año, iniciándose la que fue llamada Guerra del Yom Kippur (en alusión a la festividad hebrea que se celebraba ese día). Tras varios intentos diplomáticos se resolvía la contienda. Pero el fin de los enfrentamientos armados iba a dejar paso a la utilización de la economía como arma de guerra. Algunos de los países árabes integrados en la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) –Arabia Saudita, Irán, Irak, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait y Catar– decidieron intervenir más de lo que hasta entonces lo hacían en la industria petrolífera, revelándose contra el control de la compañías norteamericanas y británicas que explotaban sus yacimientos. En ese contexto los citados miembros de la OPEP redujeron la producción, incrementaron los precios y limitaron la exportación hacia aquellos países que apoyaron a Israel en su guerra contra los árabes durante aquel octubre de 1973.

Con la generosa ayuda de la nueva coyuntura creada por el abandono del patrón dólar-oro en 1971 y la devaluación de la moneda americana, el descalabro para los principales países desarrollados fue descomunal, dándose por terminado un período de relativa prosperidad que venía desde el final de la Segunda Guerra Mundial, para volver a caer de nuevo en una depresión económica (inflación, desempleo, reducción de la actividad general) que se extenderá más allá del final de la década con motivo de esa recaída que supuso la llamada segunda crisis del petróleo, iniciada en 1979 tras el advenimiento del ayatolá Jomeini y la posterior Guerra Irán-Irak.

El cine se ha ocupado con denodado interés de las consecuencias sociales más vistosas derivadas de la depresión económica ocasionada por la primera crisis del petróleo, especialmente de la degradación urbana –arquitectónica, social y de servicios– sufrida en las grandes ciudades de los Estados Unidos (Nueva York, Los Ángeles,...); y ahí están para demostrarlo cintas como El justiciero de la ciudad (Death Wish, 1974, Michael Winner), Taxi Driver (Taxi Driver, 1976, Martin Scorsese) o las maravillosas Asalto en la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13, 1976, John Carpenter) y Los amos de la noche (The Warriors, 1978, Walter Hill).

Ese es el contexto elegido por John Carpenter para dar sustento a éste su segundo largometraje tras Dark Star [tv: Estrella oscura; vd: Dark Star (Aluniza como puedas); dvd: Dark Star, 1974]; en este caso un thriller muy especial en virtud de la inyección de fantasmagoría y el tributo a glorias pasadas (Howard Hawks para más señas...) al que su director se entrega con entusiasmo y reverencia; precisamente aquellos elementos de los que carecerá el insípido remake Asalto al distrito 13 (Assault on Precinct 13, 2005, Jean-François Richet), cuyos responsables parece no entendieron nada, siendo incapaces de aprehender la particular atmósfera que consigue Mr. Carpenter y la carga mítica de sus personajes –tanto en su composición como en sus chispeantes diálogos–, ambas cosas esenciales en su película y que trascienden la mera anécdota argumental; único lugar común al que accede la cinta de Richet, demostrando una absoluta miopía y una total falta de sensibilidad y mínima perspicacia en relación con el verdadero motivo del éxito crítico de la extraordinaria película que trataban de emular.

Es habitual que los cineastas comiencen su carrera quemando todas las naves, poniendo el alma en ese primer logro y definiendo en el mismo aquello que les gustaría les caracterizará en el futuro; no es el caso de Carpenter con su Dark Star, pues pese a su convergencia genérica –el fantástico– con lo que sería la práctica totalidad de su filmografía, quizás fue la en cierto modo autoría compartida con Dan O´Bannon la causante de diluir en demasía su responsabilidad sobre la cinta. Infinitamente más representativa del cine de su autor que su ópera prima, en cambio, Asalto en la comisaría del distrito 13 tiene absolutamente todo aquello que define a Carpenter como cineasta, significando por otro lado un salto evolutivo que le lleva desde los márgenes del underground hasta una compostura mucho más ortodoxa respecto a los cánones del cine americano plenamente integrado en la industria –afán que siempre dirigió los pasos de Carpenter durante su carrera y sincera directriz que no le ahorró, por otro lado, algunos sobresaltos–. Con todo no sin que se respire cierta falta de asentamiento en esos estándares anhelados, derivada de la lógica frescura propia de la inexperiencia, de la falta de presupuesto y, por qué no, de cierta torpeza –en el mejor y más cariñoso sentido de la expresión–, ésta arraigada en el interés por la imitación de unas influencias a las que Carpenter nunca iba a renunciar. Es más, influencias de las que se siente muy orgulloso –cosa que todos sus incondicionales siempre le agradeceremos– y que se concretan de forma muy particular en su pasión por el cine de Howard Hawks. «Así, los elementos que se hicieron recurrentes en la filmografía hawksiana (la existencia de un grupo humano heterogéneo, a menudo con una mujer fuerte y decidida incluida, pero siempre con el liderazgo asumido por un individuo de sólido carácter, hombre de acción, fuerte e inteligente, de alguna manera superior al resto de sus compañeros por rango, experiencia o carisma; la cohesión del colectivo frente a una aventura o amenaza externa; la profesionalidad: el hacer lo que se debe, no lo que se quiere; la sustitución del romanticismo por una especie de atracción ineludible y franca entre hombre y mujer; la particular forma de jovial e irónico flirteo entre ambos sexos; la existencia de un personaje más simpático que humorístico, desdramatizador; la importancia de la amistad y la lealtad; la camaradería masculina; los diálogos pretendidamente brillantes, frenéticos y cargados de ironía) son asimilados como marca de la casa por parte de la obra de Carpenter»[1]; y todo ello, sin excepción alguna, está incluido en Asalto en la comisaría del distrito 13, a lo que habría que añadir una partitura de su propia autoría potente y atmosférica como pocas, al igual que la recurrente fusión de géneros (en este caso el thriller y el habitual en su filmografía western encubierto, condimentada esa mixtura con un liviano pero decidido toque fantástico que define la película y finalmente termina identificándola en su singularidad) y el clasicismo formal tras el que Carpenter, como siempre, esconde su nulo interés por el protagonismo exhibicionista. El futuro que vendrá después de esta cinta sólo constatará que en su seno están concentradas todas las constantes temáticas, la querencia por un tono muy particular y las preocupaciones estilísticas y filosóficas que componen su autoría. Definitivamente dos cintas icónicas como Río Bravo (Rio Bravo, 1959, Howard Hawks) y La noche de los muertos vivientes (Night of the Livind Dead, 1968, George A. Romero) son las influencias temáticas y conceptuales más reconocibles en Asalto en la comisaría del distrito 13, constituyendo su presencia, a estos efectos, toda una declaración de intenciones respecto a lo que Carpenter significa como puente entre los últimos estertores del clasicismo americano y la revolucionaria reforma a partir de la cual debiera asumirse el inicio del cine fantástico moderno.

Una cabina de teléfonos –aislada e iluminada en el centro de un oscuro campo abierto– atrae el interés de todos los peligros que se encaminan hacia ella surgiendo de entre las sombras; las calles desiertas y desangeladas, arquitecturas ariscas que no se integran en un entorno sino que parecen sentirse oprimidas por el mismo; los fríos colores de una comisaría exenta de ornamento alguno en sus sucias paredes, cuya vejez parece esconder cientos de historias; la atmosférica y desvaída definición de la imagen, premonitoria de la pronta llegada de un mal sueño; ese aparcamiento casi mágico donde los vehículos utilizados como parapeto vuelven misteriosamente a su lugar, donde los cuerpos de los caídos desaparecen como por arte de magia; las sombras frenéticas e impersonales de los asaltantes moviéndose entre los arbustos; traicioneras balas que llegan sin avisar, disparadas desde armas con silenciador; la desesperación de unos patrulleros que avisados de tiroteos en la zona no encuentran rastro del mismo durante su ronda; la quietud de un pasillo en el sótano que, como El Álamo, servirá de último refugio donde zafarse de un acoso implacable, el sosiego que se transformará en un infierno; ventanas, puertas y trampillas de las que surgen incombustibles los acechantes maleantes, dotados de una insistencia y ubicuidad propia de las cucarachas o de las ratas: todos, paisajes desnudos y decorados minimalistas que el director registra con su cámara para obligar al espectador a poner toda su atención sobre los personajes, cuyo carisma diluye el fondo en que se mueven en una suerte de abstracción fantasmagórica, fruto de una decisión estilística meditada que determina el conjunto y lo eleva para siempre a los altares.

El fondo urbano que vemos tras el teniente Bishop (Austin Stoker), mientras éste recorre en coche el espacio que separa su casa de la comisaría en que prestará un servicio muy especial –un establecimiento a punto de ser abandonado por traslado–, es el de un suburbio típico de Los Ángeles una ciudad con enclaves estéticamente espantosos, por mucho glamour que inspire su mención–, con sus sencillas casas blancas de una planta donde (sobre)vive gente humilde, con porche y jardín trasero –en su caso, un lugar donde amontonar la chatarra más que un foro de recreo–, separadas unas de otras por polvorientos descampados invadidos por las malas hierbas, insertas en una hostil (falta de) planificación urbanística donde basta cruzar la puerta del hogar en dirección a la calle para encontrarse perdido en medio de la jungla más salvaje, a merced de las fieras.

¡Y qué personajes! Darwin Joston es el presidiario Napoleon Wilson, precursor de los Snake Plissken, R. J. MacReady, Jack Burton (los tres Kurt Russell), Jack Crow (James Woods) o James “Desolation” Williams (Ice Cube) que llenarían poco a poco de iconos toda la filmografía del director; cada uno de ellos con un matiz que les personaliza, pero al fin y al cabo variaciones de una misma tipología/mitología. Un Napoleon Wilson cuya historia pasada terminaremos por no conocer, pese a que todos los personajes con los que se cruza le manifiestan su curiosidad por el motivo de su apelativo, a quienes él siempre pide un cigarrillo como justa contraprestación; un globo sonda que lanza para testear la respuesta de aquel que tiene delante. Para Wilson, quien, como él mismo dice, ya había perdido todo su tiempo en el momento de nacer, la aventura en la que participa esa noche en el interior de la comisaría servirá como un viaje iniciático espiritual, que no físico, donde su desengaño con el género humano se tornará en sorpresa y esperanza, donde se sentirá admirado y valorado, incluso deseado; como muy bien delata su expresión cuando descubre en Bishop la posibilidad de haber encontrado un futuro y sincero amigo, así  como encuentra en Leigh (Laurie Zimmer) lo más cercano a una posible media naranja de lo que nunca intuyó en nadie. Por el lado de “los malos”, como no, destaca ese Frank Doubleday (luego el estremecedor Romero de 1997: rescate en Nueva York (Escape from New York, 1981), el glacial asesino de niñas protagonista de una escena muda que tiene (sólo un) poco que envidiar al sensacional inicio, también silente, de Río Bravo; personaje extremo y sobreactuado hasta lo grotesco al que un padre desesperado acabará quitando de en medio, pasando luego el destrozado progenitor a convertirse, como consecuencia de su justa venganza, en el Macguffin que encenderá la mecha de toda la trama. Una motivación –la reparación de la muerte de su hija– que el espectador conoce bien, pero que nunca el resto de personajes llegará a descubrir.

Pensando que el motivo del asedio pudiera parecer desproporcionado o ininteligible para el espectador, Carpenter rodó el prólogo de la película sólo para explicar de forma más razonable el extremo comportamiento de las bandas callejeras que asedian la comisaría del distrito nueve[2] –que no del trece, como sorprendentemente reza el título–. En dicho prólogo los miembros armados de un gang son emboscados sin contemplaciones por la policía en lo que no parece sino una ejecución donde se sustituye con el rostro de los agentes fuera de plano –la cámara solo registra las manos de los policías efectuando los disparos– a la clásica capucha del verdugo más canónico. Ese será el verdadero motivo que despierte el Cholo decretado por los delincuentes. Pero no todo es desesperación, también hay un espacio para la aventura antes del episodio final; y ese porte aventurero lo define perfectamente la secuencia que, una vez iniciado el ataque y ya con todos los defensores bien armados, Carpenter edita de forma frenética  –acreditado como John T. Chance, el mismo nombre del personaje al que da vida John Wayne en Río Bravo–, uniendo los planos de cada uno de los integrantes del grupo asediado, sonrientes y excitados, cargando sus armas y disparando sin tregua. Hasta que la munición se acaba, llegan las bajas –la selección natural hace aquí su presencia– y sólo queda acudir a la única y última posible jugada con la que tratar de hacer surgir el milagro. Y el milagro y la caballería llegan. El trance terminará bien para los supervivientes: dos héroes y una heroína que, como espectros, emergen desde la niebla tras una refriega final y definitiva, renovados, reforzados y orgullosos del trabajo bien hecho; ¿o será el despertar desde el fondo de una pesadilla?
            
Juan Andrés Pedrero Santos


(Originalmente publicado en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)


[1] PEDRERO SANTOS, Juan Andrés: John Carpenter. Un clásico americano. T&B Editores (Madrid, 2013); págs. 32-33.
[2] Al comienzo de la película, mientras el teniente Bishop conduce hasta la comisaría y habla con su capitán por radio, identifica el lugar como la comisaría del “precinct nine, division thirteen”; o sea distrito nueve, división trece.

martes, 16 de junio de 2015

"EL PERRO DE BASKERVILLES" (The Hound of the Baskervilles, 1959, Terence Fisher)


La conocida novela de Arthur Conan Doyle “The Hound of the Baskervilles” –la tercera de su producción literaria dedicada al de Baker Street, obviando los relatos, publicada originalmente por entregas entre 1901 y 1902–, traducido su título al castellano como “El perro de los Baskerville” o “El sabueso de los Baskerville” –nótese la sutil diferencia con el título en castellano de la adaptación de Terence Fisher, que parece referirse al aristocrático apellido como si de una localidad se tratara–, ha contado a lo largo de los años con numerosas versiones cinematográficas y televisivas ya desde los tiempos del cine mudo, procedentes además de las más variopintas nacionalidades (Unión Soviética, Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Italia, Alemania, Australia, Francia,...). De todas ellas, indubitadamente, la más conocida, por méritos propios, es esta que Fisher dirigió en 1959 para Hammer Films, cuando aun estaban recientes los éxitos de sus aportaciones a personajes como Drácula y el monstruo de Frankenstein, y que llega a extremos donde ni siquiera se asomó otra de las adaptaciones anteriores con mayor pedigrí, “El perro de los Baskerville” (The Hound of the Baskervilles, 1939, Sidney Lanfield), donde Basil Rathbone daba vida por primera vez al intrépido detective en lo que luego iba a convertirse en un largo ciclo dedicado al  personaje. Aun siendo, stricto sensu, una historia de cariz detectivesco –el protagonismo de Sherlock Holmes obliga–, “El perro de Baskerville” versión Fisher puede y debe ser integrada con todas las de la ley en el ciclo terrorífico que Hammer Films ofreció desde finales de los años cincuenta, inaugurado con “La maldición de Frankenstein” (The Curse of Frankenstein, 1957); ciclo con el que comparte momento de producción, atmósfera, constantes formales e incluso actores principales, por no decir, claro, que también equipo técnico.

Uno de los dúos protagonistas más eficaces de la historia del cine, como es el formado por Peter Cushing y Christopher Lee, quienes iban a quedar frente al público universalmente ligados a sus colaboraciones en el seno de la Hammer a partir de dar vida a iconos como Van Helsing y el doctor Frankenstein, el primero, y a Drácula, la momia y el monstruo de Frankenstein, el segundo, continuaban su emparejamiento en esta aventura holmesiana tan rica y sugerente por la gracia de Dios, o sea de Fisher. La estructura del guión de “El perro de Baskerville” mantiene la fórmula que las más afamadas muestras del ciclo de terror hammeriano habían compartido con éxito. Esto es, un prólogo contextualizador y climático, alejado en el tiempo del momento en que luego se desarrollará la trama principal, seguido de un impasse relajante tanto dramáticamente hablando como desde el punto de vista de que sirve para retratar el equilibrado contexto social, cultural y económico de unos personajes que no tardarán mucho en ver rota su confortable existencia. Se inicia después una sucesión de peripecias que, tras dar contenido a la mayor parte del metraje, dará paso a un clímax final, normalmente trepidante y liberador. Así sucede tanto en “La maldición de Frankenstein” como en “Drácula”, “La momia” o “La maldición del hombre lobo”, si mi memoria no me falla, aunque en el caso de “La maldición de Frankenstein” la historia comience por el final, siendo el prólogo una suerte de introducción a un gran flashback. Los ejemplos citados certifican con rotundidad la eficacia de esa estructura tan cercana a la clásica disposición de “presentación, desarrollo y desenlace” que tan ampliamente ha testado su conveniencia a lo largo de las décadas.

Pero no es ese el único formulismo que encontramos tanto en “El perro de Baskerville” como en el resto de sus compañeras de ciclo. Si podemos decir que Hammer Films funcionó durante aquella su época dorada como una verdadera factoría de hacer películas, en el sentido más industrial del término, es por que efectivamente, en muchos de los casos, se seguía un modelo, que adaptado convenientemente a la idiosincrasia de cada historia y a los personajes que la recorrían no dejaba nunca de mantener unas constantes recurrentes, a cuya relativa repetición casi nunca le dio la espalda el favor del público.  

El éxito, sin embargo, no iba a repetirse en esta incursión que Hammer hacía en el personaje creado por Conan Doyle, por lo que la continuidad que se pretendía –los diversos relatos y novelas con Holmes y Watson como protagonistas daban pie para ello– quedaba frustrada. Fisher, con independencia en este caso de la productora británica, sí aportaba posteriormente a su filmografía una nueva adaptación de la obra de Conan Doyle, “El collar de la muerte” (Sherlock Holmes und das Halsband des Todes, 1962), una coproducción entre Alemania, Francia e Italia donde precisamente iba a ser Christopher Lee quien diera vida al deductivo detective. Valga decir que Hammer, sobre todo por el apoyo de Fisher a dicha idea, también había valorado el que fuera Lee quien se hiciera con ese papel en “El perro de Baskerville”, pues pareciera que su físico y personalidad se adaptaba mejor al personaje que los de Cushing. El que la productora aun por aquel entonces no valorara lo suficiente la capacidad interpretativa de Lee y que Cushing luchara por llevarse el papel, como fiel seguidor de Holmes que era desde su infancia, fueron las circunstancias que se conjugaron para que finalmente nos regalara la magistral interpretación que conseguía. Un Sherlock Holmes el de Peter Cushing heredero de su previo Van Helsing, a quien el actor interpretó en “Drácula”, en la impetuosidad física, la determinación intelectual en la consecución de sus objetivos y cierta soberbia (tanto Van Helsing como Holmes pretenden que se sigan sus precisas e imperativas instrucciones al pie de la letra), no tanto en la gravedad del carácter del cazavampiros, que aquí se torna en aguda ironía.       

“El perro de Baskerville” comienza con un extrañamente tosco plano de acercamiento a una de las ventanas de la mansión de Sir Hugo Baskerville –la cámara, que no parece reposar de forma equilibrada sobre ningún trípode o estructura similar, ni disponer del buen pulso del operador, titubea en su enfoque–. A partir de ese punto conocemos la brutalidad y el sadismo con los que el aristócrata se entretiene; (des)gracias que aplauden sus amigotes y para las que se vale de sus súbditos, ya sean hombres o mujeres, como víctimas. La iluminación de esas escenas subraya el talante del noble británico –asimilando su figura directamente a la de un monstruo– sin necesidad de entrar en más detalles, e incluso dejando los efectos de sus abusos fuera de plano, con lo que acrecienta así la eficacia de lo narrado; tal cual luego seguirá haciendo Fisher, más avanzado el metraje, en alguna otra ocasión. La persecución a caballo por los páramos que hace Sir Hugo tras la joven huida, de la que pretendía abusar, termina, primero, con el asesinato de esta a manos de su perseguidor, acuchillada por una daga que tanto en su forma curvada como en el modo en que Hugo clava el arma en el cuerpo de la desdichada alcanza a constituirse en la cristalina metáfora de una violación en toda regla –la sexualidad en el cine de Fisher adquiere protagonismo casi siempre desde la evocación más que desde su exposición explícita–. Pero lo que parece ser un perro furioso –que intuimos desde un plano subjetivo– termina después con la vida del cruel asesino, iniciándose en ese instante la maldición que tendrán que sufrir los sucesores en el título de Sir Hugo. Este prólogo magistral, trepidante en su ritmo y expresivo en la caracterización de los hechos y sus protagonistas, ya fija los parámetros sobre los que se moverá el relato, más en términos de horror que de simple suspense, a lo que la fotografía en Technicolor de Jack Asher (operador de buena parte de los grandes títulos de la Hammer) –similar a la de las mejores películas del ciclo de terror de la productora–, la música de James Bernard que tanto evoca a la compuesta para su previo “Drácula” (Dracula, 1958) y la genuina atmósfera de pesadilla que envuelve las secuencias nocturnas dejarán paso a la presentación de Sherlock Holmes (Cushing) y el doctor Watson (André Morell) como aquellos que serán los principales protagonistas de la función.

Será el gusto por las emociones y la aventura lo que hará abandonar a los famosos detectives londinenses su confortable y aburguesada vida, para mezclarse en una serie de excitantes y peligrosas –aunque voluntarias– tribulaciones. Aunque no son nobles, Holmes y Watson representan a una burguesía británica –fruto de la industrialización del siglo XIX y del potencial económico adquirido por ese nuevo mundo económico– que sustituirá en parte o complementará en su representatividad dentro del statu quo a la auténtica aristocracia inglesa. Desde ese punto de vista, tanto unos como otros, apresados en la aparente seguridad de su bienestar y en la protección en la que se amparaba su posición social, demostrarían cierto gusto por el hedonismo y el lujo –recordemos el famoso “Hellfire Club”, que institucionalizó esa tendencia–; en definitiva, suspirarán por algo que traslade a sus vidas, de forma ficticia incluso, la inquietud y la problemática que sí sufrían o disfrutaban las clases menos pudientes. Ese poso que bien demostraba Sir Hugo con su brutal comportamiento, aunque dulcificado, sería una herencia que contaminará a la clasista sociedad británica según la retrata Fisher en la película. Incluso el mismísimo Holmes trata con displicencia e irrespetuosa exigencia al personal de servicio de Sir Henry Baskerville (Christopher Lee), sin siquiera haber tenido un contacto previo con el mayordomo y la ama de llaves que diera pie a tomarse esas confianzas. Sir Henry, por su parte, aunque aparentando respeto por sus vecinos pobres (Cecile y su padre, los Stapleton), esconde un interés sexual por la joven que delata en como se vale para conseguir su objetivo más en la superioridad que le aporta su elevado linaje que en lo que sería el sentimiento puesto en una futura posible relación entre iguales.

Así, las estancias victorianas en las que pasan sus momentos de asueto la pareja de detectives, bien protegidas del clima exterior, primorosamente decoradas e iluminadas, así como ambientadas con el olor del tabaco de pipa, dejan paso a los fríos y brumosos páramos, a las abadías en ruinas, reflejo decadente de tiempos más luminosos, donde peligrosos presos fugados, arenas movedizas y maldiciones ancestrales perturban el amparo y la comodidad de la posición de ambos en la urbe. Un cambio que para ellos es tan solo una aventura, a la que acceden con el fin de sacar de paseo, de tanto en cuanto, su adormecida adrenalina. Sin embargo, los habitantes autóctonos son mostrados como portadores de secretos (el ama de llaves esconde que el preso fugado es su hermano, Stapleton que es un descendiente bastardo de Sir Hugo), siniestros ellos (la mano palmeada de Stapleton le aporta cierto cariz diabólico), nada virtuosas ellas (Cecile se muestra entre insolente y provocadora con Sir Henry); eso sin hablar de las aviesas intenciones que padre e hija esconden y que serán finalmente reveladas. La diferencia de clases, tan británica como la propia Hammer, permanece como paisaje social en el fondo de todo el relato. Es más, la causa misma del drama que se expone en el mismo no es otra cosa que una especie de venganza de clase, ya sin un motivo real cuando es a los sucesores del tirano, inocentes por tanto, contra quienes se pretende atentar. Contradictorio es, además, que esa venganza de clase tenga como último objetivo el hacer valer, precisamente, la sangre aristocrática que Stapleton lleva en sus venas como descendiente ilegítimo del depravado Sir Hugo.

Quizás lo más sugerente, el traicionero páramo funciona como territorio simbólico y virtual, donde todo vale, como un lugar de encuentro donde se pierden las formas, donde priman los instintos, donde los odios y las pasiones campan a sus anchas, donde no ejerce su influencia la comodidad de la vida civilizada, donde todo y todos se muestran tal y como son, ausentes del maquillaje de la educación, la pertenencia a una clase social o la socialización ¿necesaria? para la ficticia vida en comunidad. Del mismo modo, alejado de ser una simple presencia ineludible en la intriga detectivesca propuesta por Conan Doyle en el original literario, el monstruoso sabueso responde en manos de Terence Fisher –como sucedía con su Drácula, con su doctor Frankenstein o con su hombre lobo– a una forma alegórica con la que expresar todo lo negativo que una sociedad y sus ciudadanos llevan en su interior, una especie de “MacGuffin” sobre el que hacer recaer el soporte de unas ideas no tan superficiales ni anecdóticas, sino tan de peso como muchas de aquellas que el mejor cine de Fisher –entre el que esta cinta se encuentra– se empeñó en repetir una y otra vez.  

Juan Andrés Pedrero Santos

Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE