miércoles, 19 de septiembre de 2012

Nuevo libro de Editorial Calamar: NEOCULTO

Editorial Calamar vuelve a la carga con un nuevo libro, esta vez bajo el paraguas del Festival de Sitges, aunque maquetado por la gente de Scifiworld, y dedicado al cine de culto. Os lo recomiendo (...siempre después de haber comprado mi RIDLEY SCOTT. EL IMPERIO DE LA LUZ, claro...)


martes, 18 de septiembre de 2012

ENTREVISTA EN RADIO 9

Con motivo de la publicación de RIDLEY SCOTT. EL IMPERIO DE LA LUZ hoy me han entrevistado desde una emisora de radio valenciana RADIO NOU, o Radio 9. Aquí pincho la entrevista.

ENTREVISTA EN RADIO 9

viernes, 14 de septiembre de 2012

SCIFIWORLD MAGAZINE Nº 54


En breve a la venta el nº 54 de la revista SCIFIWORLD MAGAZINE, la del mes de Octubre de 2012, y con esta estupenda portada. Mi contribución en la sección "La máquina del tiempo" está dedicada a KRULL (1983, Peter Yates), uno de aquellos productos nacidos a la sombra del renacimiento de la fantasía heroica de los ochenta.


jueves, 13 de septiembre de 2012

"DRÁCULA DE BRAM STOKER" (1992, Francis Ford Coppola)



Dos años después de terminar la trilogía más famosa de la historia del cine con “El padrino. Parte III” (The Godpather. Part III, 1990) –obviando las ternas que derivaron de “La guerra de las galaxias” (Star Wars, 1977), de George Lucas, y de “El señor de los anillos: la comunidad del anillo” (The Lord of the Rings: The Fellowship of the Ring, 2001), de Peter Jackson–, Francis Ford Coppola asumía la tarea de adaptar una de las grandes y más famosas novelas de terror de todos los tiempos: “Drácula”, de Bram Stoker. Aunque Coppola ya había tenido un relativo contacto con el cine fantástico –Dementia 13 [dvd: Dementia 13, 1963], “Peggy Sue se casó” (Peggy Sue Got Married, 1986)– no había destacado especialmente por tener querencia hacia ese género ni hacia ningún otro, debiendo considerarse esos contactos previos como una relación natural de quien ha demostrado durante su trayectoria no tener ninguna predilección temática en particular, siendo uno de esos directores, a la manera clásica, que lo mismo valen para un roto que para un descosido. Igualmente debe entenderse esta incursión como uno de esos intentos, como tantos ha habido, en los que el objetivo es que un director de fuera (del género) se enfrente a una temática fantástica con deseos de intelectualizarla, de darle una dignidad artística que supuestamente no tenía o de utilizar su prestigio para ampliar el abanico de público al que obligar a retratarse en taquilla; o todas esas cosas a la vez. Ejemplos bien obvios de esto son “2001: Una odisea del espacio” (2001: A Space Odyssey, 1968), de Stanley Kubrick, “El exorcista” (The Exorcist, 1973), de William Friedkin, o “Frankenstein de Mary Shelley” (Mary Shelley´s Frankenstein, 1994), de Kenneth Branagh, por citar algunos de los casos más populares. Es de este modo como Coppola –sobre quien no puedo resistirme a apuntar que es el autor de la que me parece la mejor película de la historia del cine (uno, qué le vamos a hacer, tiene sus pasiones y sus miopías): “El padrino. Parte II” (The Godpather. Part II, 1974)– se embarca en la realización de una de las películas clave del cine fantástico de la década de los noventa.

1) Murnau ya había abordado similar labor en 1922 con su “Nosferatu el vampiro” (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens), cuidándose mucho de enmascarar su inspiración literaria mediante el cambio de nombre de los personajes, de los lugares y, sobre todo, dando una sorprendente imagen al vampiro (inquietante como pocas), absolutamente contraria a la descripción que Stoker hace de él en su novela; y todo para ahorrarse pagar los correspondientes derechos de autor a la viuda del escritor; asunto legal que traería sus consecuencias. Aquí Coppola, por el contrario, lejos de maquillar el origen en que se inspira, se toma la pretenciosa licencia de incorporar el nombre del autor original en el mismo título de la película. Eso, que, como hizo de manera similar Kenneth Branagh en su ya citada “Frankenstein de Mary Shelley”, parece denotar el decidido objetivo de asumir que su obra ostenta la categoría de ser, supuestamente, la más fiel a la novela de las muchas adaptaciones cinematográficas realizadas hasta ese momento –aunque sólo se trate de una dudosa estratagema comercial–, es del todo falso cuando tenemos que hablar de la magnífica película de Coppola; lo cortés no quita lo valiente. Es más, a la vista de la película parece obvio que de ningún modo estaba en la intención de Coppola realizar una versión fidedigna de la novela. Lo que en realidad hace es tomar ese punto de partida que es el argumento de Stoker, tener en cuenta todo lo que el personaje de Drácula ha arrastrado tras de sí a lo largo de los años, tanto en el cine como en otros ámbitos de la cultura, y, desde ahí, componer su particular visión. Una visión que debemos entender como el típico producto de esa postmodernidad cultural y mediática en la que vivimos, y cuya más definitoria característica es la miscelánea de fuentes, referencias, ideas y estéticas de lo más variopinto a las que todos nos vemos expuestos. Algo que no deja de ser un reflejo de aquello en lo que se ha convertido el polifacético y multicultural hombre del siglo XX (el hombre del XXI todavía es un niño); dotado de una perspectiva plural y atemporal, no atada a una única dimensión marcada por el tiempo que le ha tocado vivir –como sí sucedía antaño con cualquier corriente o movimiento cultural–, sino que, gracias a la facilidad de comunicación, a la sobreinformación de todo tipo y a esa globalización que enmaraña todos los frentes, el hombre (el artista) moderno es hijo de todos las épocas y de todas la geografías del mundo, con sus pros y sus contras; a todas ellas se debe, y es de ese contexto intelectual de donde surge su arte.

2) Sin escatimar en referencias menores a otras muchas cintas fundamentales del cine de terror moderno, Coppola apuntala referencialmente su película en el constante y agradable artificio que supone aludir tanto a la película de Murnau como a las incursiones de Terence Fisher en el mismo personaje desde 1958 –“Drácula” (Dracula)–; ahí están los reiterativos pero subyugantes juegos con la sombra del vampiro, a la manera que el director alemán hizo en su película silente, siendo un recurso del que ni siquiera abusó tanto la fuente que inspiró a Coppola. Del mismo modo, la fuerza del color que imprimió Fisher en sus aportaciones al ciclo vampírico de la Hammer resulta aquí de recuerdo obligado; así como el matiz terriblemente sexual del conde –obsceno incluso en el caso que nos ocupa–, elemento al que Coppola se encarga de dar enorme importancia y alcance: véase la fornicación a la que se entrega Lucy Westenra con la especie de licántropo en que se convierte el vampiro, el mordisco que una de las novias de Drácula propina a Harker en sus partes más íntimas durante el acoso al que éste es sometido mientras se encuentra preso en el castillo de Drácula, la similitud a los efectos de una felación de aquellos que siente Drácula cuando Mina Murray le succiona la sangre de la herida que él mismo se ha abierto en el pecho, o las constantes y divertidas alusiones al sexo a las que tan proclive es la misma Lucy ante el poco disimulado y muy falso pudor de Mina. Aparte de evidenciarse a través de lo que vemos todo aquello que en realidad significa, Van Helsing no desaprovecha la ocasión de hacer alusión, con Mina presente, a la infidelidad que su prometido –Harker– ha cometido con las vampiras. Así, lo que no existía en la versión de Browning y que sólo se sugería –no obstante de forma bastante evidente– en la de Fisher, ya es explícito en la cinta de Coppola.

Como aportación novedosa, Coppola hace hincapié en un contexto romántico que solo John Badham se había atrevido a tocar, aunque en menor medida, en su “Drácula” (Dracula, 1979); además atusándolo todo con una pirotecnia y teatralidad sin precedentes, casi un constante exhibicionismo, que alcanza tanto a decorados, como a vestuario e interpretaciones. No en vano la adaptación de la misma novela al teatro musical que Des McAnuff estrenó en Broadway el 16 de agosto de 2004 en el Belasco Theatre de Nueva York, con el título “Dracula, the Musical”, asimilaba –de forma descarada pero parece que nunca reconocida– toda esa escenografía que Coppola había imaginado y recreado para su adaptación cinematográfica de la inmortal obra de Stoker, aparentando por ello ser más una adaptación de la película de Coppola que de la fuente literaria original, que era lo que de cara a terceros se pretendía. Otra de las características más significativas de este “Drácula de Bram Stoker” es que, pese a la relativa fidelidad del argumento respecto a la novela, toda esa similitud se ve rota por la particular concepción estética de opereta elegida por Coppola, sobre la que algo ya he apuntado, que aleja el resultado final del sentido gótico de Stoker, acercándolo más a la exageración y espectacularidad de caracterizaciones, decorados y vestuario propia de cierto tipo de teatro que, como sucede en la ópera o en algunos musicales americanos, e incluso en el japonés kabuki, utiliza toda la parafernalia a su alcance para dotar de un significado explícito a todos esos elementos de la escena, de manera que se fuerza al contexto escenográfico hacía una integración absoluta y armoniosa con la historia que se cuenta, nada naturalista; cosa que enlaza con la alusión ya hecha al musical “Dracula, the Musical”.

Todo lo anterior es algo que, sin ser mi caso, le ha granjeado a la película no pocos detractores, que han tildado a “Drácula de Bram Stoker” de engendro estilizado y pretencioso. Pese a todo, su evidente y excesiva artificiosidad y su esteticismo grandguiñolesco no dejan de ser unos atractivos considerables, que hay que entender no como una falta de comprensión de lo gótico por parte de Coppola, como opinan algunos, sino como una interesante y fascinante visión personal –vanguardista dicen otros– que aporta algo (mucho) de novedad a un mito ya trillado por las innumerables veces que antes había sido representado en la pantalla. Por otro lado, Coppola añade a su historia un prólogo que trata de contar sucintamente el supuesto origen histórico del vampiro a través de la alusión al personaje real que, según parece, inspiró a Bram Stoker para escribir la novela: Vlad Tepes. Coppola integra así en un solo elemento tanto el propio mito, creado por la literatura y ensalzado por el cine, como una supuesta realidad histórica, que únicamente se habían visto unidas antes por la supuesta relación causal, aunque liviana diría yo, que parece existir entre ambas. Se diluye así la atractiva y sugestiva separación de esos dos componentes de un mito: el mito en sí mismo y la realidad que lo inspiró; un espacio mental –el que supone esa separación– donde reside la magia y el interés intelectual de toda leyenda, que aquí Coppola desintegra a través de un acercamiento, más bien una (con)fusión, que desnaturaliza su percepción como tal mito, reduciendo a la nada esa separación entre realidad y ficción, rebajando así todo el resultado en algún escalón en el virtual podio del atractivo de lo fantástico.

3) Rodada íntegramente en estudio, la evidente artificialidad que de ello emana, bien acompañada por todo lo anteriormente citado y la caracterización casi paródica de algunos personajes (el Van Helsing de vuelta de todo al que da vida Anthony Hopkins, el estereotipado tejano Quincey P. Morris, interpretado por Bill Campbell –al que no le falta detalle–, así como los gitanos que escoltan la caja en la que viaja Drácula de vuelta a su castillo), y pese al poso referencial ya mentado, convierten la película de Coppola en una de las recreaciones del mito de Drácula más originales de todas las que ha dado el cinematógrafo; punto a donde ayuda a llegar la mixtura entre su impúdico y desmelenado exceso estético y el eclecticismo propio de una postmodernidad que se olvida de la tradición y de los corsés, para recorrer su propio camino sin sonrojarse, abriendo nuevas rutas y desbaratando todas las fronteras. Un exceso que la hace tan expresionista como rupturista respecto a lo que hasta ese momento era la versión canónica que el cine había impuesto del rey de los vampiros (Hollywood dixit) –no tanto por su relativa similitud argumental con la novela que otras cintas no tuvieron en ese mismo grado– y encargándose de transgredir los patrones estéticos tradicionales que siempre se le atribuyeron al personaje en el cine, exceptuando por supuesto la temprana versión de Murnau; ésta única, siempre con permiso de Tobe Hooper y su televisiva “El misterio de Salem´s Lot” (Salem´s Lot, 1979).

Punto y aparte merece el trabajo del poliédrico Gary Oldman, que con su interpretación de los muchos aspectos del vampiro –desde el ridículamente romántico hasta el más repugnante ser de pesadilla, nunca vistos con tal variedad dentro de una misma película– es lo mejor de una función sin desperdicio. Se trata de un Drácula que para nada simboliza la imagen del mal, sino que se presenta como un ser maldito con motivo de su afrenta a Dios por haberse sentido defraudado por éste. No se escamotean los matices más escabrosos de su inmortal existencia pero sí se citan únicamente de refilón, centrándose el interés en el lado romántico que supone la eterna búsqueda de un amor perdido. La misma desvirtuación que se hace del arquetipo del conde se logra igualmente respecto al cazavampiros Van Helsing. Si el Van Helsing del “Dracula” (1931) de Tod Browning, interpretado por Edward Van Sloan, carecía de entidad dramática y evolucionaba hacía un mucho mayor empaque y un protagonismo fundamental del personaje cuando era Peter Cushing quien le daba vida en el “Drácula” (Dracula, 1958) de Terence Fisher, llegado el caso de Anthony Hopkins parece que nos encontremos ante una extensión desmelenada y provocadora del personaje según Cushing. Este Van Helsing parece utilizar su lucha contra el vampiro como una manera de demostrar y censurar lo más sórdido de la sociedad, de hacer aflorar su hipocresía, de afianzar su propia personalidad por el camino y de hacerse portavoz de esa crítica. Casi es más un admirador de Drácula que su enemigo, envidiando en el monstruo esa capacidad de jugar sucio y de reventar una sociedad a la que el propio Van Helsing pertenece, siendo ese mismo el motivo que no le permite contradecirla abiertamente y luchar contra ella, utilizando ese estar siempre cerca del vampiro, de conocerlo y de estudiarlo, como una forma de participar activamente en ese destripamiento social. Van Helsing está del mismo lado que la lenguaraz Lucy; en cambio, Jonathan Harker (Keanu Reeves) y Mina (Winona Rider) –más él que ella– son los más puros productos de esa sociedad que Drácula se afana en descomponer con la excusa de recuperar un antiguo amor. Harker representa una inocencia sincera que las novias de Drácula se encargarán de destruir; de otro modo, el mismo Drácula logrará pervertir a una reprimida Mina, sin demasiada resistencia por su parte, todo hay que decirlo. El camino es el mismo aunque los sujetos y los métodos sean distintos. De cualquier manera, la introducción del vampiro en la rutinaria vida de la pareja de enamorados significará la pérdida de la inocencia, el paso al miedo de la edad adulta, siempre amancebado con la contradicción, la duda y un incómodo y doloroso silencio.


Juan Andrés Pedrero Santos
(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)




sábado, 1 de septiembre de 2012

"RIDLEY SCOTT. EL IMPERIO DE LA LUZ", a partir del lunes 3 de septiembre ya a la venta.

Para celebrarlo os adjunto la cubierta entera: portada, contraportada y solapas. Qué bonito ha quedado¡¡