lunes, 15 de agosto de 2011

"UNA PANDILLA ALUCINANTE" (THE MONSTER SQUAD, 1987)



Invadida por la nostalgia de tiempos pasados, a medio camino entre el homenaje y la revisitación, tres son los pilares sobre los que descansa el poso referencial de “Una pandilla alucinante” (The Monster Squad, 1987); la que fuera segunda y más valiosa película de Fred Dekker tras su simpática pero irregular ópera prima “El terror llama a su puerta” (Night of the Creeps, 1986), aquella mezcla entre el cine de zombis y las habituales cochinadas orgánicas de David Cronenberg, donde Dekker ya se mostraba como gran amante de los guiños y de las referencias explícitas (los apellidos de cinco de los personajes de “El terror llama a su puerta” eran –nada más y nada menos– Romero, Carpenter, Cronenberg, Landis y Raimi):

1) Por un lado, como sustrato general, tenemos toda la evolución que ofreció el cine de terror de la Universal desde que tomara forma como tal con “Drácula” (Dracula, 1931), de Tod Browning, hasta su posterior transformación y progresiva degradación; aquella que tuvo lugar con los delirantes pero complacientes cócteles de monstruos primero y con las aportaciones residuales del dúo cómico formado por Abbott y Costello después.

2) Muy presente –aunque descafeinada– está también la influencia de una muy concreta serie de cómics, publicada por la editorial Marvel, que significó un hito trascendental en la historia del cómic de terror. Hablamos de la introducción del conde Drácula como un personaje más del particular universo superheroico y supervillanesco de tan distinguido sello. El personaje creado por Bram Stoker era así convenientemente marvelizado, definiéndosele como un terrible, violento y sanguinario supervillano. Drácula nacía para Marvel y sus lectores en 1972, en el número uno del comic-book “The Tomb of Dracula” y, aunque con un descanso de años, estuvo protagonizando diversas aventuras tanto en ese mismo “The Tomb of Dracula” (donde también apareció por primera vez el luego cinematográfico personaje llamado Blade) como en el magazine en blanco y negro “Dracula Lives!” –formato ya libre del históricamente funesto “Comics Code”–, hasta concluir con la miniserie en color “The Curse of Dracula”, aunque ésta fuera publicada originalmente por la editorial Dark Horse en 1998 y con un Drácula que nada tenía que ver con el que residía en “The Tomb of Dracula”, cambiando la capa por una cazadora de cuero negro, y además mucho más violentamente moderno que lo que era el personaje en las páginas de Marvel. Si bien hubo algunos otros dibujantes y guionistas que pusieron su granito de arena en el desarrollo del personaje, quienes verdaderamente lo hicieron mítico y a los que se les debe toda la calidad artística que destilan las andanzas marvelianas del conde vampiro fueron el dibujante Gene Colan y el guionista Marv Wolfman (ambos también juntos en “The Curse of Dracula” de Dark Horse), a los que se unía el entintador Tom Palmer para embellecer los sinuosos lápices de Colan. Gracias a ellos, la serie se convirtió en todo un referente para el género de terror en el mundo de la historieta, en el que ya existían los no menos ilustres precedentes publicados por EC Comics (años cuarenta y cincuenta: “Tales from the Crypt”, “The Vault of Horror”, “The Haunt of Fear”) y Warren Publishing (desde 1964: “Creepy”, “Eerie”, “Vampirella”).

3) Por último, el exitoso concepto que supuso “Los goonies” (The Goonies, 1985), de Richard Donner, es una evidente inspiración para “Una pandilla alucinante”, donde los protagonistas, como en el caso que nos ocupa, eran una encantadora y heterogénea cuadrilla de chavales dispuestos a correr mil y una aventuras. Esta influencia –intenciones oportunistas aparte– concede a la película el marcado tono fresco, inocente y juvenil que se apropia de todo el metraje.



 
Con estos mimbres, mucho cariño y más admiración, Fred Dekker, poniendo en imágenes todo aquello que como cinéfilo y adicto a los cómics podía sólo soñar años antes, construye una pequeña y simpática pero muy estimulante película; uno de esos casos en que el torrente de ternura y nostalgia que desborda por los cuatro costados consigue hacer que el espectador se embarque de polizón en la propuesta que se le plantea, desarmado de cualquier otra intención que no sea la de disfrutar con el sincero y, en este caso, blanco espectáculo que se le ofrece. Con los años, ya convertida en eso que todos llamamos una película de culto.

El argumento plantea una especie de distopía que, mezclando fantasía y realidad, desarrolla (solo sutilmente) qué hubiera sucedido si los intentos de Abraham Van Helsing para destruir al conde vampiro y a sus acólitos hubieran fracasado. Situación a la que precede la introducción de unos antetítulos que ya presentan la situación de modo apocalíptico: “…pero fracasaron” (“They Blew It” en original, algo así como un más coloquial “la pifiaron” o “la cagaron”). Los títulos de crédito, impresos en rojo sangre, hacen compañía a un travelling lateral que avanza sobre un gótico cementerio. Un fundido encadenado le sucede y la cámara continúa moviéndose, pausada, mostrando ahora el típico castillo montado sobre escarpados riscos, con el que tantas películas de la Hammer comenzaron su andadura. En una estupenda y vibrante escena de apertura, una turba pueblerina liderada por un Van Helsing armado con ballesta –que bien pudiera haber salido de cualquier capítulo de “The Tomb of Dracula”– toma el castillo al asalto antorchas en mano. Su objetivo no es otro que abrir una puerta a otra dimensión, hacia la que deberán arrojarse los monstruos que habitan la fortaleza. La puerta podrá ser abierta sólo mediante la ceremonial lectura en alemán de un pergamino, cuyas frases en él escritas deberán ser pronunciadas por una mujer virgen. Aunque esta escena recuerda al final de “En busca del arca perdida” (Raiders of the Lost Ark, 1981), de Steven Spielberg, y el emerger de los cadáveres de la tierra evoca igualmente el clímax de la escena de la piscina en “Poltergeist: fenómenos extraños” (Postergeist, 1982), de Tobe Hooper, las referencias a las películas de monstruos de la Universal son, desde ese primer momento, mucho más obvias y detalladas: el cementerio de “El doctor Frankenstein” (Frankenstein, 1931), de James Whale; los exóticos y anacrónicos armadillos y zarigüeyas que pueblan el castillo de Drácula, como en el “Drácula” (Dracula, 1931) de Tod Browning; el bastón cuya empuñadura emula la cabeza de un lobo que aparecía en manos de Claude Rains en “El hombre lobo” (The Wolf Man, 1941), de George Waggner; y más. No obstante, la altivez, ferocidad y particular apariencia vampírica del conde y sus novias recuerdan al más reciente e infravalorado “Drácula” (Dracula, 1979) de John Badham, e igualmente a la vestimenta del personaje en los citados cómics de Marvel; todo pese a que la elección del actor que lo interpreta (Duncan Regehr) se presente como el error de bulto más evidente, demasiado joven y relamido para interpretar al rey de los vampiros; aunque, como curiosidad que bien valdría una investigación para conocer si el actor está buscado o no intencionadamente, tiene un tremendo parecido con Colin Clive, aquel que interpretara al doctor Frankenstein en las dos películas que James Whale dedicó a ese personaje, la ya mentada “El doctor Frankenstein” (Frankenstein, 1931) y la singular “La novia de Frankenstein” (Bride of Frankenstein, 1935). Para más inri, tan peculiar vampiro se pasea a bordo de un haiga funerario, digno vehículo de “La familia Monster” (The Munsters, 1964), con lo que se referencia así lo que no era más que otra referencia, esto es, la referencia al cuadrado.

Pero no terminará ahí el ejercicio de nostalgia crónica. La curiosa reunión de todos los monstruos clásicos –Drácula, la momia, un hombre lobo muy a lo Waldemar Daninsky, un encantador e inocente monstruo de Frankenstein y el definitivamente universaliano monstruo de la laguna negra–, venidos como desde otra dimensión, reaparecen en el mundo moderno para cumplir con una maldición cíclica gracias a la cual intentarán hacerse con el poder, como cualquier megalómano supervillano del cómic. Una premisa argumental que no queda muy bien explicada, tanto ni por las motivaciones de tan heterogéneo grupo comandado por Drácula, ni por el origen del renacimiento de alguno de sus componentes (léase el hombre lobo y el monstruo de la laguna negra), que literalmente salen de la nada; por lo que vamos a dar por sabido y asumido que eso es lo de menos; si admitíamos las disparatadas reuniones de monstruos en lo que fueron los últimos estertores de los ciclos que la Universal consagró a cada uno de los diversos personajes, no vamos a ponernos ahora exquisitos. En cambio –con algo más de coherencia–, la momia procede de un museo, y Drácula y el monstruo de Frankenstein son transportados en ataúdes por un avión de nombre “Browning”; leyenda escrita con grandes letras en el fuselaje. Mas pistas, referencias, y solicitud a gritos de complicidad con el espectador no se pueden pedir.

El tono amable, adolescente y el humor blanco predominante –sin que falte alguna inocente aportación picante (si se me permite la ambigüedad de unir tan aparentemente contrapuestos adjetivos), como sucede en el pasaje de la finalmente falsa virgen– procede directamente de un intento de emular o de seguir la estela del éxito de la ya citada “Los goonies”; intención que se consigue con nota; pudiéndose entender tanto “Una pandilla alucinante” como “Los goonies” partes integrantes de un muy específico (mini)subgénero: el de las aventuras fantásticas juveniles, de las que el cine de Joe Dante con sus “Gremlins” (Gremlins, 1984), “Exploradores” (Explorers, 1985), “Pequeños guerreros” (Small Soldiers, 1998) o “Miedos” (The Hole, 2009) es también un muy buen ejemplo. En el grupo protagonista no falta ningún arquetipo: el gordito tontorrón y zampabollos, el chulito guaperas, la hermanita pequeña metomentodo y un par de personajes neutros que sirven para compensar los extremos. Se trata de un grupo de críos enamorados de los monstruos del cine de terror, a los que toman mucho más en serio que su entorno adulto, preocupados éstos por otras cosas más de este mundo que de aquel. Y quien mejor que ellos –quizás los únicos verdaderamente preparados y dispuestos para hacerlo– que ser quienes se erijan en bastión irreductible desde el que derrotar a tan siniestros enemigos. Metidos en faena, de todos es sabido que la principal fuerza de los vampiros reside en que (casi) todo el mundo cree que no existen, lo que protege de algún modo su existencia manteniéndolos en la sombra; todo esto en la ficción. Esa premisa, extendida a cualquier otra monstruosidad fílmica, es la que tiene bien asumida “The monster Squad” (el nombre con el que se autobautiza la pandilla de adolescentes y también título original de la cinta), y de ahí su conciencia de ser los únicos que pueden hacer frente a tan terrorífica invasión. El chascarrillo de Dekker se amplía hasta incluso la aparición de los jeeps y tanques del ejército, que –a diferencia de su siempre oportuna aunque normalmente inútil llegada en el cine americano de ciencia ficción de los años cincuenta– en este caso se revela como extemporánea e ineficaz, ni siquiera sirviendo para aportar dramatismo a la trama –como lo hacía en aquellos casos–.

Hay aquí, también, una confrontación permanente entre el mundo de los adultos (profesores, padres) y el de los adolescentes que componen “The Monster Squad” (“La pandilla del monstruo” se hacen llamar en la versión doblada). Ambos grupos se presentan como un claro símil que reproduce el antagonismo entre realidad y fantasía, dos mundos aparentemente excluyentes entre sí. Los jóvenes veneran la fantasía, y son los personajes que pueblan sus aventuras los que irrumpen peligrosamente en la realidad de los adultos. Precisamente es un personaje marginado (un freak al que llaman el ogro alemán, origen aquí de connotaciones siniestras sobre las que no se evitan las alusiones al nazismo) el único adulto que entra a formar parte del grupo, el eslabón perdido. Es así como se rompe esa dualidad y ambos mundos se funden en uno solo. La necesidad de que sea una virgen (símbolo de pureza crepuscular, de inocencia infantil pendiente de desaparecer en cualquier momento) quien realice el ritual que desterrará a los monstruos es otra sugerente idea sobre la que reflexionar a la hora de interpretar parte de la película, la cual podemos entender como una puesta en escena del abandono de la infancia y el paso a la edad adulta, tiempo donde ya desaparecerán los monstruos, al menos los verdaderamente inofensivos, aquellos que pueblan la fantasía, y de donde quizás, al crecer el individuo, desaparecerán para siempre. Solo quizás...

Mientras que en las citadas reuniones de monstruos de la vieja Universal éstos se dedicaban a luchar entre sí o simplemente a aparecer por la misma pantalla, unos tras otros, sin relacionarse entre ellos demasiado, aquí, con el conde Drácula al mando, se unen en cuadrilla con un fin común. Así, la individualidad que cada cual mantenía en las películas, donde cada uno de ellos era dueño y señor de las tramas, se pierde aquí a favor de la idea de grupo. Ya no son criaturas sobrenaturales o desnaturalizadas que pululan por nuestro mundo, del que también, de alguna manera, proceden igualmente, sino que su unión casi en términos militares, como si de un reclutamiento de iguales se tratara, desembarca desde otra dimensión para hacer la guerra a los humanos.

No obstante, a pesar de la agradable confraternización a la que nos obliga la propuesta de Dekker, la caracterización (espiritual, que no física) de algunos de los monstruos, especialmente en el caso de la momia y del monstruo de la laguna negra (éstos insípidos totalmente), y al igual que le sucede al conde Drácula (lo que dada su importancia en la trama tiene mucho más delito), deja mucho que desear; presentándose como personajes planos a los que no se les da oportunidad alguna de demostrar algún matiz. No ocurre lo mismo en el caso del hombre lobo, algo más humanizado, ni en el del monstruo de Frankenstein, en relación al cual Fred Dekker incluso se permite la perversión argumental de dar una resolución diferente a la que dio James Whale en la escena de la niña de las flores y el monstruo al borde del lago. Recordemos que en “El doctor Frankenstein” (Frankenstein, 1931) la niña es lanzada al agua por la inocente criatura justo después de habérseles acabado las flores que se encontraban lanzando al lago, ahogándose trágicamente a consecuencia de ello. En la evocación que hace “Una pandilla alucinante” de esa clásica y famosísima escena de la película de Whale (censurada en los tiempos de su estreno en muchos países), Dekker da un giro a la acción y convierte en amigos a la niña y a la criatura, que, pese a recibir órdenes precisas de su amo (Drácula) de matar a los niños integrantes de la pandilla, hace algo tan diferente como es el relacionarse amistosamente con ellos y ayudarles en su tarea. En el film de Whale el monstruo –a esas alturas– era igualmente amigable, solo que su extrema inocencia daba luego pie a la tragedia.

De esta manera se pierde la oportunidad de profundizar de algún modo en unos personajes que los ciclos de la Universal, saldados y liquidados en la década de los cuarenta, habían convertido en monigotes; pudiéndose haber hecho el esfuerzo de reivindicar la mayor humanización de los mismos que aún tenían al inicio de la década de los treinta; aunque sólo fuera desde un punto de vista ligeramente cómico, que en el contexto de “Una pandilla alucinante” hubiera sido el más propicio.

Auténtica muestra del cine fantástico de los años ochenta, del que la industria del cine viene mamando mucho últimamente, ya a la espera (¡cómo no!) de un remake.

(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE, en su nº 31, correspondiente a octubre del 2010)

Juan Andrés Pedrero Santos

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